Durante mucho tiempo me pregunté qué era lo que realmente quería. No lo decía en voz alta, ni siquiera cuando estaba solo. Me lo preguntaba en silencio, en esos momentos donde nadie mira, donde la mente corre más rápido que el cuerpo. A veces pensaba que quería libertad, otras, que tal vez buscaba éxito o simplemente algo de paz. Pero nada de eso me llenaba. Nada encajaba del todo.
Hasta que un día, sin planearlo, sin dramatismo, lo supe. Lo supe con la claridad con la que se sabe algo que siempre ha estado ahí. Como cuando encuentras una llave en tu bolsillo y te das cuenta de que la traías desde el principio. Me di cuenta de que lo que quería... era una familia.
Y no hablo de una familia perfecta, de esas que salen en comerciales de televisión o en películas que terminan con abrazos frente a una chimenea. No. Hablaba de una familia real. Una que escuche, que abrace, que esté. Una que no se asuste de mis silencios ni se moleste por mis tristezas. Una que me mire sin juzgar y me quiera, incluso cuando no sé quererme a mí mismo.
Pero por mucho tiempo no me lo creí. Porque aceptar eso me hacía vulnerable. ¿Cómo podía decir que eso era lo que más deseaba? ¿Quién querría admitir que su mayor anhelo no era una meta grandiosa, ni un viaje lejano, ni una hazaña imposible, sino simplemente... pertenecer?
Ahora lo sé. Siempre lo supe. Solo necesitaba dejar de fingir que no era así. Porque al final, más allá de todo, lo único que quería era eso: una familia.
"Yo, antes de morir, quisiera escribir algo que sobreviva a mi silencio, algo que alguien lea y sienta que no estuvo solo."