Ya recordé… recordé por qué era así.
En la preparatoria me decían: “piensen, antes de hacerlo, piensen”.
Y yo no entendía… ¿pensar antes de qué?, ¿para qué?
Hoy lo entendí… o más bien, lo recordé.
Porque cada vez que pensaba, algo en mí se rompía.
Hoy volvió a romperme ese mismo sentimiento,
ese peso antiguo que me visitaba en silencio.
Hoy, como hace años, mi mente me recriminó:
“no pienses”.
Y yo, terca, respondí: “yo pensé”.
Y al pensar, recordé por qué me prohibía hacerlo.
Recordé lo que pasaba cuando mi mente se abría,
recordé esa angustia que me atravesaba el pecho,
ese nudo que me hacía llorar sin razón,
esa sensación de ser un error
que no debía existir.
Me vi a mí misma en el pasado,
diciéndome con voz temblorosa:
tienes que olvidarlo, tienes que dejar de pensar,
porque si no lo haces, te vas a destruir.
Y lo hice. Olvidé.
Lo escondí bajo capas de rutina,
lo enterré con risas falsas y silencios obligados.
Me convencí de que estaba bien.
De que esa era la única manera de seguir viviendo.
Y durante un tiempo funcionó.
De verdad lo olvidé.
Creí que había ganado.
Pero ahora… ahora que ha regresado,
me pregunto: ¿realmente hice bien?
Si lo olvidé, ¿por qué duele todavía?
Si lo oculté, ¿por qué sigue vivo dentro de mí?
Si lo superé, ¿por qué siento que nunca lo hice?
¿Por qué se siente mal?
¿Por qué aún duele como si nunca hubiera sanado?
¿Por qué, después de todo este tiempo,
mi mente sigue temblando al pensar?
Quizás nunca lo olvidé.
Quizás solo lo guardé, y hoy volvió a abrirse.
Y aquí estoy, repitiendo la misma pregunta,
como un eco que no sabe morir:
¿Por qué se siente mal?
“Yo, antes de morir, quisiera comprender por qué duele tanto aquello que creí olvidar, y si en verdad el silencio que guardé fue un refugio o simplemente otra forma de destruirme.”