Ayer leí una frase con la que me identifiqué: «Si seguir fuera fácil, no tendríamos que hacerlo en primer lugar». Me prometí que debía seguir adelante, aunque desde el fondo sabía que no sería sencillo. Pensé que sería difícil, sí, pero nunca imaginé que doliera tanto; no esperaba sentirme tan hecha pedazos, ni ver en el espejo a una persona que parece más sobreviviente que viva.
Los días se han convertido en una serie de rutinas vacías: me levanto, avanzo, respiro, como quien cumple un papel sin aprender el libreto. No es que no tenga momentos claros —a veces hay luz, risas desperdigadas—, pero la mayor parte del tiempo la sensación es de hueco, de andar a medias, como si la vida pasara por encima y yo solo recogiera migas. Sobrevivo: no por una causa concreta, sino por inercia, por miedo a detenerme, por lo poco que queda de esperanza que no se apaga del todo.
Me pregunto qué significa realmente seguir. ¿Es continuar con lo que tengo aunque me lastime? ¿Es buscar otra ruta, aunque no sepa a dónde conduce? A veces seguir duele tanto que se vuelve resistencia, y otras veces simplemente es la forma más honesta de enfrentar la verdad: que estoy aquí, que no me he rendido por completo, aunque me cueste recomponerme.
Tal vez seguir no sea una victoria brillante, sino pequeños actos que nadie ve: salir de la cama, preparar una taza de café, responder un mensaje, respirar cuando todo grita lo contrario. Me aferro a esos gestos como quien recoge semillas en invierno, esperando que algún día germinen y me recuerden que vivir no es solo sobrevivir.
Yo, antes de morir, quisiera recoger las migas de esperanza que aún quedan en mis manos y convertirlas en vida…aprender a vivir de verdad en lugar de sólo sobrevivir.
