“Hola, yo de nuevo”

“Hola, yo de nuevo.”
A veces empiezo así, como si le hablara a alguien que nunca responde, como si mi propia voz fuera lo único que me queda. Hoy, mi hermana me dijo: “Cállate, a veces me estresas por llorar por algo que no vale la pena.” Y en ese instante sentí cómo algo dentro de mí se rompía un poco más. Lloré más fuerte, no porque quisiera, sino porque ya estaba llorando, porque no supe hacer otra cosa más que eso.

En los minutos que siguieron, mi cabeza solo pudo pensar una respuesta muda, una frase que se quedó flotando entre los sollozos: “Lloro por todo, porque no vale la pena llorar por nada.” Y fue entonces cuando entendí que no sabía cómo quitarme este vacío, este hueco helado que vive en mi pecho y me pesa como si llevara siglos dentro de mí.

¿Cómo se deja de llorar cuando uno ha llorado toda su corta vida?
¿Cómo se aprende a respirar sin sentir que el aire duele?
He llorado tantas veces que ya debería estar vacía, pero no… todavía quedan lágrimas escondidas, esperando cualquier cosa, cualquier palabra, para salir corriendo de mis ojos.

Me he dado cuenta de que no vale la pena llorar, porque nada cambia. No importa cuánto me duela, el mundo sigue girando, la gente sigue hablando, y yo sigo aquí, estancada, sintiendo demasiado. Pero justo por eso —porque nada vale la pena, porque nada cambia— lloro por todo.
Lloro porque al menos eso me recuerda que sigo viva.
Que aunque duela, todavía siento algo.

“Yo, antes de morir, quisiera dejar de llorar por todo, quisiera sentir aunque sea una vez que algo vale la pena, que no todo está perdido, que mi corazón puede latir sin vacío, y que por fin, por un instante, la vida duela menos.”