Estaba sola, en un cuarto que poco a poco se convertía en mi paraíso en construcción. Las paredes eran mis confidentes, las sombras mis únicas compañeras. A veces me preguntaba qué se hace cuando los intrusos entran en ese pequeño refugio que uno levanta con tanto esfuerzo. ¿Qué se hace cuando la soledad deja de ser un abrigo y empieza a doler como un recuerdo que no se borra?
No sé por qué la vida es así conmigo. ¿Será que no merezco un romance? ¿O tal vez es mejor así, para no lastimarme más? Aun así, hay algo dentro de mí que grita, que arde, que suplica por un poco de amor verdadero. No hablo del amor efímero, de los mensajes que se borran ni de las promesas que el viento se lleva. Hablo del amor que se queda, el que no huye cuando llega el silencio, el que te mira y te reconoce incluso cuando estás rota.
Es malo, dicen, desear tanto el amor incondicional. Pero ¿cómo no anhelarlo cuando se ha vivido tanto vacío? No quiero forzarte, señor Cupido, pero ¡aquí estoy! ¡Aquí sigo! Con el corazón temblando, pero abierto. Con miedo, pero dispuesta. Con cicatrices, pero viva.
Yo, antes de morir, quisiera enamorarme. No de un rostro bonito ni de una historia perfecta, sino de una mirada que me entienda sin palabras, de una presencia que no se asuste de mis tormentas. Quisiera sentir que el amor puede existir incluso en medio de mis ruinas, que todavía hay ternura para quien aprendió a sobrevivir sola.
Y si no llega, al menos me iré sabiendo que lo esperé con el alma desnuda, que no cerré la puerta del todo, que seguí creyendo —aun con el corazón cansado— que amar vale la pena.
Porque, al final, no hay nada más humano que eso: querer amar, aunque duela.
Yo, antes de morir, quisiera amar… aunque sea una vez, de verdad.
