Estoy viendo una serie y queman a una niña.
La cámara no se aparta, el fuego la consume, y yo no puedo dejar de mirar.
Me pregunto si el fuego también podría purificar lo que duele,
si las llamas podrían llevarse mis pensamientos, mis culpas, mis miedos.
¿Será que, si me quemo, mis preocupaciones se irán?
¿Será que, si los quemo a ellos —a mis recuerdos, a mis errores,
a todo lo que no me deja dormir— mi salud mejorará?
Hay días en los que el cuerpo camina, pero la mente se arrastra.
Días en los que la sonrisa pesa más que cualquier piedra.
Me miro al espejo y no me reconozco: hay alguien cansado detrás de mis ojos,
alguien que solo quiere apagar el ruido interno,
el que grita sin pausa cuando todo está en silencio.
Dicen que la salud mental es cuidarse, hablar, respirar.
Pero nadie dice lo difícil que es hacerlo cuando no queda aire,
cuando el pecho se encoge y el alma parece un cuarto cerrado.
Intento abrir la ventana, pero la mente siempre la vuelve a cerrar.
A veces imagino una vida distinta:
una donde mi mente no sea un campo de batalla,
una donde el descanso no se sienta como culpa,
una donde no tenga que fingir que estoy bien.
Yo, antes de morir, quisiera salud mental.
Solo un momento de paz verdadera.
Un respiro que no duela.
Una mente que no arda.
