Al final se fueron… y no pude despedirme de ellos.
Lo único bueno fue que ella se quedó.
Realmente me encanta estar con ella; tiene algo que calma, que detiene el tiempo.
Su forma de hablar, de reírse, incluso de quedarse callada, hace que todo lo demás parezca menos grave, menos urgente.
Apenas pasaron dos días y una noche, pero fue suficiente para sentir que la vida puede ser un poco más ligera,
aunque solo sea por un instante.
Me la pasé bien, hasta hace un rato… cuando de repente olvidé dónde estabas.
Sí, tú, mi cuaderno inútil.
Te busqué como una loca, revolviendo papeles, mirando debajo de la cama,
como si en tus páginas pudiera encontrar algo que se me está escapando.
Y cuando por fin te hallé, volví a este momento congelado,
a este rincón donde solo quedamos tú, mis pensamientos y este vacío que se niega a irse.
A veces me pregunto por qué las despedidas me duelen tanto.
Tal vez porque en el fondo siempre temo que algo se acabe para siempre.
Que las personas no regresen,
que el cariño cambie,
que el tiempo borre lo que alguna vez fue tan real.
Y me repito que no debería afectarme tanto,
que así es la vida, que todos se van,
pero mi corazón no entiende de lógica.
Sigue aquí, apretado, con ese peso que no se aligera.
Lo sé, lo sé… soy muy llorona, demasiado diría yo.
Pero esta vez no puedo.
No me salen las lágrimas.
Siento que algo dentro de mí se ha secado, como si ya no quedara agua para llorar.
A veces me da miedo eso, porque cuando no lloro, siento que todo se queda atrapado.
Y lo que no se llora, se acumula.
Y lo que se acumula… termina rompiendo por dentro.
Mis ojos están secos, incluso después de leer ese estúpido libro,
ese que me hizo recordar todo lo que intento olvidar:
la pérdida, la ausencia, el eco de lo que ya no vuelve.
Y me doy cuenta de que no es solo tristeza.
Es cansancio, es nostalgia, es la sensación de estar sosteniendo algo que ya pesa demasiado.
Intento convencerme de que no hay necesidad de seguir así.
Me lo digo en voz baja: “Lo sé, lo sé.”
Pero ¿cómo me enfrento a esto?
¿Cómo saco este sentimiento que se me enreda entre los días,
que me aprieta el pecho cada vez que el silencio cae?
¿Será que no hay que sacarlo?
¿Será que solo tengo que dejarlo estar, mirarlo de frente,
aceptar que duele y que eso también está bien?
Quizás no se trata de olvidarlo,
sino de aprender a vivir con ello,
como quien aprende a convivir con una cicatriz que ya no duele,
pero que nunca desaparece del todo.
Aun así, me lo sigo preguntando…
¿cómo lo saco?
Yo antes de morir quisiera aprender a soltar sin que duela, llorar sin miedo, y entender por fin cómo se saca del alma aquello que pesa y no se va.
