Bajo un árbol me senté,
abrí mi libreta y el rocío de las hojas que caía
redactaba en las hojas lo que sentía.
El Rojo, reflejo del primer encuentro en la intimidad de las tinieblas,
testimonio sordo y ciego concebido de la nada y el placer
donde a pinceladas de pasión, en un diseño crepuscular
se da vida a una nueva criatura.
El Naranja me hace recordar las tardes en que como niños corrimos por los trigales
mientras que unos delicados dedos de oro acariciaban suavemente tus bellas trenzas
a la vez que el viento guiaba esas corrientes doradas hacia el sur;
vaticinando así, muchos años después, aquella costa con vista hacia el mar
en el ocaso, donde en vez de correr y alejarnos, nos unimos por la eternidad;
en esta vida y la otra.
Cuando pienso en las amargas tardes del verano, en donde el sol deshidrataba nuestra relación,
el amarillo es una buena descripción para hablar de nuestro alrededor;
cuyo ambiente se vació, muy árido y cortante el viento arreció;
pero mi corazón nunca renunció a morir sediento, en ese aislado desierto
donde los valientes, han vendido sin intereses, en un arenoso afluente, su amor sin rehusarse.
Negándose a sí mismos el valor de una nueva oportunidad para volverse a encontrar.
Al ir al campo y recostarme sobre el verdor, extendí mi brazo donde ya no te encuentro,
la hierba, fría por el rocío, atiende y cosquillea mi mano llenando ese espacio.
Escondidos tras los matorrales y flores, contábamos en la corteza de los árboles,
como niños nos comportábamos, como niños éramos, igual a los ángeles volamos;
la inocencia parecía inmortalizarse por las palabras plasmadas en los troncos,
mas las acciones efectuadas en mi cara por tus manos junto con tu par carnal:
qué más que cerezas, arándanos, fresas, maracuyás, kiwis, piñas, uvas y naranjas,
son la porción que mejor disfruto, además de dejarme en completa saciedad.
Presentes que consuelan el pasado pero no anulan mi presente
son una tortura sempiterna que mi mente trae siempre al despertarme.
Bien dicho es: los recuerdos son un arma de doble filo:
Al disfrutarlos hay orgullo y seguridad, al conmemorarlos, sufrimiento y soledad.
Descansando encima del capó del carro miro hacia arriba y admiro la majestad del mar celeste
que en lugar de ser líquido su vapor condesado lo remplazaba, en vez de agallas poseían alas,
donde cada noche nos inmergíamos en su profundo cuerpo para escarbar y hallar tesoros,
pero solo encontramos polvo; nos perdimos hasta el siguiente albor.
Al salir el sol concluyó la labor, retornamos con las manos vacías,
sino fuera porque el polvo, en vez de ser solo eso, se transmutó en pequeños destellos
que esclarecieron mi futuro y fueron mi lampara para que nunca jamás volver a ser vencido.
Un término magistral, un sentimiento de estupor, cuando busqué belleza la serendipia llegó.
Aunque es una lástima que todo acabó cuando te marchaste y lavé mis manos.
Sentado en la orilla de un muelle, mis pies se suspenden entre la nada y la esencia de la vida;
el horizonte primoroso, como sí el Viñedo de Van Gogh fuera nuevamente trazado,
con las aguas que reverberan y se roban la luz
mientras cada uno se esfuerza en el ocio de su oficio, si de ser autosuficientes se podría decir.
Me aparté el gorro que mantenía con calor a mi memoria, de la que saqué un retrato utópico
de lo que el pasado guardó algún día en sus tomos históricos,
ahora solo queda la oda que la conmemora:
redactadas con letras de disgusto, tanto, que hasta cuando la entoné saboreé una horrible hiel.
Vivo para mí, vivo para los demás, vivo para quien me odia o quiere, pero nadie mi vida tomará
porque mis penas, condolencias y espantos son demasiado altos, más que el monte más alto;
mis sueños tal cual serán a un grano de arena, mis alas a unas escamas y mi mente una piedra.
Porque yo amé para vivir mas sufro para dejar de existir,
con congoja en los ojos un canal de pésames dejo caer al recordar, que creará un caudal que no terminará,
en el cual tendré que recorrer en la ya última tabla que de mi casa quedaba
embarcándome en el último viaje donde la corriente me conducirá a través de los colores de la vida.
Ya creo es el último color, aunque no lo mencioné, ya que todo el párrafo es simbólico de ese tono.
Y aún bajo este árbol sigo resbalando en el arcoíris, para que algún día por fin pueda terminar en la icónica olla de oro, el oro puro, el oro verdadero.