Ella, le digo «ella» porque no pude llamarme por mi nombre. Sí, a este punto ha llegado el odio contra mí. ¿Que si creo en ella? Es una cobarde, se esconde dentro de los autos para llorar como magdalena. ¡Já! ¡Me da pena! Tanto que alegaba de su orgullo, ahora mírala... desfallecida, impotente, moqueando por la nariz bajo el agua caliente de la ducha para que nadie la escuche.
Me avergüenzo de ella, y sí, acepto que le he tomado cierta lástima. Pero más allá de eso, quiero herirla, merece sufrir.
¿Por qué? Pregúntale a mi irracionalidad, pregúntale al espejo del baño que le grita: «¡Cállate, no vales oro, plata, no llegas ni al cobre!».
Pobre, pobre porque su tren se descarriló de la vía. Pobre, se mató a ella misma con pensamientos incoherentes, con comentarios desmotivacionales. No merece que la nombre, ni en lápida, ni en vida. Por no ser como en realidad es, firme, feliz y no creer en ella.
Dime niña... ¿Puedes creer en ti? ¿Puedo volver a creer en ti?
¿Cuántas veces nos hemos sentido así? Nos odiamos a nosotros mismos, nos desanimamos pero también está esa otra voz que nos dice que podemos luchar contra ese demonio que llevamos dentro y que nos hace sentir miserables, esa otra voz que nos dice... Aún confío en que puedes ser mejor que esto.
¿Les ha pasado?