Penurias

Capítulo 26

Pasado

Franco llegó muy tarde en la noche, exhausto, con dolor de cabeza y muy estresado. Trabajar y estudiar al mismo tiempo era una tarea difícil, pero no tenía otra opción.

A sus veinte años, llevaba una vida demasiado cargada y con responsabilidades fuertes; además de sufrida y con muchos problemas. Ya no había más salidas con sus amigos, ni siquiera de esos tenía; tampoco momentos de ocio ni ningún tipo de diversión. En realidad, la única que podía sacarle una sonrisa era su bebé, puesto que la tristeza era su pan de cada día.

De un momento a otro, tuvo que dejar de ser el chiquillo soñador e inmaduro, para convertirse en un adulto con mucho peso sobre sus hombros.

—¿Hay algo de comer? —preguntó a su esposa, quien estaba viendo la televisión.

—Si no comiste nada en donde estabas te tocará cocinar, porque yo no soy tu sirvienta —espetó Erika con indiferencia.

—Por lo menos espero que hayas comprado comida. Ayer no había nada en la despensa —dijo él mientras se dirigía a la cocina, ya que estaba demasiado cansado como para ponerse a pelear con esa mujer desconsiderada.

Buscó en la despensa, pero todo estaba exactamente igual a como lo dejó, incluyendo los platos sucios, la basura en la cocina y el piso sin barrer.

Esbozó un suspiro y se apretó el cabello. Odiaba la suciedad, por lo que le era inevitable el ponerse a limpiar todo, pese al agotamiento que traía. Una vez terminó, decidió ir a buscar una bodega en el vecindario, que estuviera abierta y donde pudiera comprar comida.

—Dame el dinero que te dejé —pidió a su esposa mientras extendía la mano en su dirección.

—¿De qué estás hablando? —preguntó ella con hastío.

—Anoche, te dejé dinero para que fueras al supermercado y a la farmacia. Te hice la lista de comida y medicamentos, pero por lo visto no pudiste salir a comprarlos. Dame el dinero para mañana traerlos, pero también para ver si encuentro un colmado abierto, puesto que tengo mucha hambre.

—Ya lo gasté en mis necesidades —respondió como si nada.

Franco se quedó helado en su lugar al escucharla, esperando que aquello se tratara de una mala broma.

—¿Que tú hiciste qué? ¿Me estás jodiendo, Erika?

—¡Cállate, que no me dejas escuchar! —gritó ella sin quitarle la mirada a la pantalla, y restando importancia al reclamo de su marido.

—¡Diablos! ¡Te di el dinero de la quincena y tú me dices que te los gastaste! ¿En qué, Erika? —estalló alterado.

Ella se levantó de la silla y lo enfrentó desafiante.

—¡Yo también tengo mis necesidades, Franco! Soy una mujer joven y hermosa, así que estoy cansada de no poder comprarme mis cosas ni de darme mis gustos.

—¿En qué gastaste el dinero, Erika?

—Salí de compras con unas amigas y se fue todo. Eso que me diste era una miseria.

Franco sintió que el piso se volvió gelatina debajo de sus pies y que sus piernas perdían la fuerza. La ira, la frustración y la impotencia se adueñaron de su ser, y tuvo que salir de allí deprisa para no cometer una locura.

Se sentó frente a la casa e inhaló y exhaló varias veces, con la intención de calmarse. Una vez más tranquilo, regresó a la sala y encaró a su esposa.

—Eres demasiado abusadora, ¿sabes? Yo me mato trabajando y estudiando para mantenerlas a ustedes y, para que cuando me gradúe, poder darles una mejor vida a ti, a mamá y a la bebé; sin embargo, tú te la pasas haciendo nada el día entero y, para colmo, te gastas el dinero de toda una quincena en disparates. Eres una desgracia en mi vida, Erika.

—¡Ah, pero cuando me preñaste yo no lo era!

—¡Tú me emborrachaste! ¡Maldición! ¡Yo no quería estar contigo porque me interesaba Daniela! —estalló. Estaba indignado por lo cínica que esa mujer era.

—¡Deja de mencionar a esa zorra! —vociferó, luego le pegó una cachetada, que puso a Franco rojo de la ira.

—¡No vuelvas a pegarme, lunática! —Le apuntó con el dedo mientras la miraba con odio—. No solo eres un ser humano despreciable, también eres una mala madre. Y antes de mencionar a Daniela, ¡lávate la boca! La única zorra aquí eres tú, ¿o se te olvida lo que hiciste con el vecino?

—¡A ti no te consta! ¿Te vas a llevar de chismes infundados? Lo que pasa es que las vecinas son unas envidiosas. ¡Claro! Dado que ellas no se pueden conseguir a un marido como el mío, entonces quieren destruir nuestra relación.

—Eres una descarada, pero no voy a discutir esa estupidez contigo otra vez. ¿Sabías que dentro de esa lista que te dejé estaban los pañales y la leche de la niña, quien también debe comer? ¿Qué diablos voy a hacer ahora? —se lamentó mientras se apretaba el cabello.

—¿Qué es lo que pretendes, Franco? ¿Que yo me convierta en la sirvienta tuya, de la vieja esa y de tu mocosa? Tomé ese dinero, sí, pero es porque tú no me das nada para mis gustos.

—¡Entonces trabaja! ¿No quieres ayudarme en la casa, con mamá y la niña? ¡Trabaja! Y así le pagamos a alguien para que se ocupe de eso que no te da la gana de hacer. ¿Quieres darte tus gustos? ¡Trabaja! Lo que yo gano apenas alcanza para lo básico.




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