Pequeña ciega

Capítulo 2: De qué haces cotidianamente.

Estoy eligiendo entre Maurice Druon y Bernard Cornwell, ambos escritores de novelas históricas, algo nuevo para mí, los elegí de entre algunos otros que encontré en internet; me acomodo en el asiento trasero de la camioneta donde mi padre conduce y mi madre viaja de copiloto, les queda de paso la librería porque ellos van de camino al trabajo, así que es un gran alivio para mí no tener que soportar las incomodidades del transporte público, los trenes se infestan de gente, y lo que más odio de ello es el ruido y los malos olores que se encierran en el transcurso.

Ya es mañana mi primer día de clases como universitaria, casi estoy deseando que llegue, quiero que pasen rápido estos cuatro años y medio para dejar la escuela de una vez por todas. Mi padre se detiene cerca del palacio de Bellas Artes, es lo más cerca que me puede dejar de la librería que más me gusta, me despido de ellos y me bajo, prometiendo que llamaré tan pronto como termine mis compras y regrese a casa. El sol me pega en la cara e inmediatamente siento cómo quema, reconsidero el uso del bloqueador, mi madre me lo propuso antes de salir, pero no me gusta la sensación que provoca traerlo todo el tiempo en la cara. Hay más gente de la que me gustaría y yo soy solo parte de ella.

Me apacigua saber que en la librería poca gente va en domingo, pues es día familiar o social. Me apresuro, cruzo la calle y evito chocar con la gente que hace lo mismo del lado contrario, todos parecen estar envueltos en una burbuja, van a donde deben y no se detienen, aun así, miran a los demás, sin expresión, como pensando que no vale la pena sonreírle a un desconocido, si supieran lo bien que me haría que alguien me mire con una sonrisa en la cara en lugar de encontrarme con unos ojos vacíos y, a veces, pretenciosos.

 

Mi compra fue exitosa, y me decidí por Maurice Druon, conseguí los dos primeros libros de su saga, y estoy ansiosa por ver de qué se tratan.

Camino, cargando mi compra, sobre la acera, ya que estoy fuera de casa más vale disfrutar un poco del viento, así que voy despacio, pues no tengo prisa, y nadie me espera en casa. Miro los bonitos árboles de jacaranda que se alzan a mi alrededor y cómo sus flores caen sobre mí hasta llegar al suelo. Y me calmo con las melodías que tocan los chicos en algunas esquinas, adivino guitarras, violines, saxofones y teclados jugando en armonía.

Estoy tan encantada con la belleza de la ciudad, que decido leer un par de capítulos sentada en una banqueta cerca de los músicos callejeros. Me entusiasmo con la idea, pero en cuanto me siento mi estómago ruge con fuerza. Tengo hambre. Inspiro hondo, saco mi celular y miro que ya pasa del mediodía. Me demoré demasiado en la librería leyendo la sinopsis de todo libro que llamó mi atención que el tiempo se me pasó volando. Recuerdo que tengo algo de dinero y pienso que no es mala idea buscar un lugar para comer, busco rápidamente un restaurante cerca, encuentro uno muy popular.

—¿”El balcón del Zócalo”? —me pregunto en voz alta.

Bueno, está a cinco minutos si tomo el bus. Tiene un nombre llamativo, seguiré con la lectura más tarde.

 

Busqué mis audífonos en cada compartimento de mi bolsa colgante, ¡los olvidé terriblemente en casa! Refunfuño en silencio, no importa, son sólo cinco minutos de camino y el bus no está muy lleno. Justo después de que pienso aquello, una pareja se sube a regañadientes, siempre me ha gustado observar, y ya que no tengo música en mis oídos, me dispongo a chismosear un poquito de qué va esa pareja: Una chica de entre dieciocho y veinte sube primero, de cabellos largos y teñidos de negro, tiene piel blanca y ojos azabaches pequeños, viste con la moda de hoy y tiene los labios más pintados de lo que me atrevería a describir, detrás de ella un chico castaño, es su novio —lo deduzco por cómo la intenta contentar— y la sigue con cara de perro regañado, alcanzo a escuchar un “era una broma, no te enojes por eso”, o algo así. Aleluya, se sientan detrás de mí. Luego de que el chico dice “Acompáñame a comer, ¿quieres? Hablaremos más tranquilos allá”, y de que ella contesta “Ok”, no dijeron otra cosa y viajamos en silencio. Vaya, las parejas de hoy despiden un aura bastante tensa. El bus hace paradas continuas hasta que se llena por completo.

Llego a la ubicación del restaurante y me levanto, abriéndome paso por entre los cuerpos de las personas que viajan de pie. Volteo a ver de reojo a la pareja de atrás, miran a su alrededor, deseo que no se bajen en este mismo sitio pero también se están levantando, me apresuro para bajar y le deseo buen día al conductor al pasar a su lado, él me responde de la misma manera.

Aprieto el paso y entro al restaurante, subo por un elevador muy elegante hasta llegar al balcón de lo que parece ser un gran hotel. Estoy casi segura de que el hotel se llama Zócalo, de ahí “el balcón del Zócalo” —está bien, sólo yo me reí de esa obviedad—. Llego con la recepcionista y pido una mesa, me dice que sólo hacen servicio por reservación y me desanimo, mas no dura demasiado porque de inmediato me informa que una mesa se ha desocupado y puedo tomarla. Acepto encantada, y una encargada me lleva hasta allí, me siento y observo una buena parte de la ciudad, se ve normal, pero estoy segura de que por la noche se vería bellísimo. Tomo la carta y comienzo a leer, hay variedad de comida; busco de entre el menú mi comida favorita: chiles rellenos. ¡Los tienen! Ahora sólo espero a que el mesero vuelva a pedir mi orden.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.