Pequeña ciega

Capítulo 9: De cómo se siente la atracción.

Me bajo de la báscula del centro comercial, decepcionada (aunque no sorprendida) de haber subido dos kilos más desde la última vez que me pesé.

—Sesenta y seis kilos —me susurro, cierro los ojos y agacho la cabeza.

Inspiro hondo, pensando que debí entrar al supermercado en vez de que me ganase el deseo de pesarme. En su defecto, lo hago, entro después de tomar un carrito de compras.

Camino por los pasillos, viendo todo lo que hay porque me es difícil orientarme entre las secciones, así que voy buscando lo que necesito: toallas sanitarias, desodorante, y calcetines nuevos.

Al conseguir todo eso, me voy al lugar que más me gusta, el apartado de dulcería, y aviento al carrito unas cuantas bolsas con dulces y chocolates. También paso por botes de helado y paletas para este día que planeo vivir en casa, terminando algunos libros que dejé pendientes.

¡Miércoles de flojera!

Paso por la caja y pago con efectivo, luego me detengo en paquetería para recoger mi mochila y pongo lo que cabe ahí dentro, tengo que cargar las bolsas con golosinas aparte porque ya no entran.

Son las nueve de la mañana, el clima está hermoso y no me dan ganas de seguir afuera en absoluto.

Camino hasta la parada del bus, que llega rápido y lo abordo. Son las nueve, un día de miércoles, y parece que muchos están en el trabajo o en la escuela, porque el transporte está casi vacío. Pago mi pasaje un minuto antes de bajar, mi estómago hace ruidos de hambre y recuerdo que no desayuné nada antes de salir. Quiero apresurarme para llegar a mi casa.

El transporte me deja en la entrada de Santa Mónica, mi pueblo, que es demasiado grande y yo vivo al extremo contrario de donde estoy ahora, quisiera que hubiese algún autobús que entrara hasta allí para no tener que caminar demasiado. Me rindo ante la imposibilidad y atravieso el arco que dice “Bienvenidos a Santa Mónica, pueblo mágico”. No le veo la magia a las fiestas usuales que consisten en alcohol y escándalo con el fin de festejar por tradición religiosa. Para mi desgracia, ya casi son las diez y el sol está asomándose con una intensidad increíble, mi rostro no necesita más bronceado. Me protejo la cara de la luz con la manga de mi sudadera y camino lo más rápido que puedo. Me siento muy incómoda caminando sola, afuera y con tanto sol, porque me agoto más rápido.

Me detengo a descansar cuando llego al centro y me acerco a la iglesia, camino a sentarme en el extremo grueso de uno de las jardineras del atrio y observo la edificación de color blanca con unas cuantas pinceladas negras en las orillas. Con la misma manga me enjugo las gotas de sudor que se han escapado a mi frente. Como mis padres, yo no soy tan apegada a la religión, pero si realmente hay un ser allá arriba, me gustaría pedirle tener a mi lado a una persona buena y leal, fuera de mi familia. Es lo que todo el mundo necesita para sentirse completo, ¿verdad? Sentir que puede confiar en alguien y saberse apreciado por esa persona. Quiero quedarme un rato más mirando el paisaje que da el jardín alrededor de la edificación, no obstante, las nubes han cubierto el sol y eso me da la oportunidad de continuar con mi camino. Me levanto y sujeto mi bolsa con golosinas, camino lejos de allí.

Reparo, mientras camino, a las palomas que volaron al momento que pasé a su lado sacudiendo mi bolsa y las miro huyendo de mi alrededor. Me encanta el parque que está detrás de la iglesia, hay más sauces llorones que nada, como un bosque en miniatura, pero estrecho. Es peligroso por las noches porque suelen esconderse personas de malas intenciones, pero es mitad de semana, y el día no parece querer ponerse mal, así que sigo mi camino a través de aquel bosquecito que no me tomaría ni cinco minutos atravesar. Saco mi celular de la mochila que llevo para tomar una foto del sauce más grande que veo. No alcanzo a tomar bien la foto porque me sobresalto al escuchar un grito femenino, y el celular se me cae al césped.

—¡Ya basta! Por favor —grita una chica, a la que miro a un par de metros, las ramas colgantes de los árboles nos separaban el campo de visión. Me detengo para esconderme.

Quejidos de dolor provenían de esa dirección y no pude evitar asomarme.

Temo meterme en problemas cuando reconozco de quiénes se trata y me muestro frente a ellos.

El rostro asustado de esa chica (Michi, como le apodan) se detiene en mí, William está golpeando con furia a otro chico que no puede defenderse, entretanto, su amigo (Samuel) intenta detenerlo cuando dos más se le van encima. Entro en pánico. ¿Debería hacer algo? ¿Irme corriendo? Estoy inmóvil.

Samuel logra parar a William, él está sudando y su cabello le tapa el rostro, sé que está sangrando y que la sangre es suya, porque no deja de gotearle por la barbilla.

—¡Sólo llévenselo! —exclama Samuel a los dos chicos que se ven poco amistosos, primero refunfuñaron, luego, al ver agonizar al muchacho en el suelo de tierra, acuden a su ayuda y lo levantan, se alejan con él, no sin antes fulminarles con una mirada de odio.




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