Narrado por: Rachel (con fragmentos desde Roscoe)
Y aquí me encontraba. Fuera de la casa de los Harrison, mientras el reloj marcaba las 13:50.
La casa era preciosa, con un jardín de revista y una reja café que se abría con solo empujar. Caminé por un sendero de piedras tan bien alineadas que me dieron ganas de disculparme por pisarlas.
Respiré hondo. Iba a tocar el timbre cuando escuché una voz detrás de mí.
—¿No sirve el timbre, o te bloquearon los niños porque pensaron que era Halloween?
Me di la vuelta lentamente.
Delante de mí estaba un chico castaño aparentemente de mi edad.
Camisa negra, jeans deslavados, chaqueta de cuero, y esa sonrisa de “soy el protagonista sarcástico de la historia”. No lo conocía, pero ya quería atropellarlo con una calculadora científica.
—¿Perdón? —le dije, fulminándolo con la mirada.
—Nada, nada —alzando las manos, con aire burlón—. Solo digo que no pareces muy decidida.
—¿Y tú qué? ¿Eres el rey de los niñeros? Tienes cara de que perdiste una pelea contra tu champú y decidiste vivir con el trauma.
—Al menos no me visto como si fuera a entrevistarme para un campamento de matemáticas.
Me revisé el atuendo. Jeans, camisa azul arremangada, moño en alto. Agradable, práctico, con estilo. Él solo vestía arrogancia.
—Genial. El loquito del centro es mi competencia. Justo lo que pedí al universo.
—No te preocupes, princesa. Seguro te contratan a ti. Yo solo vine para que mi padre no me desherede.
—¿Tus padres también te obligaron a venir?
—Sip.
Ambos nos miramos, con esa mezcla de horror y resignación.
—Tú tendrás el trabajo —dije.
—No, tú —dijo él.
—¡Tú!
—¡Tú!
Antes de que le lanzara una piedra decorativa en la cabeza, la puerta se abrió y una mujer rubia, elegante y muy sonriente nos recibió.
—¡Hola! ¡Bienvenidos! Yo soy Sarah Harrison. Ustedes deben ser Rachel y Roscoe, ¿cierto?
—Correcto —respondimos al mismo tiempo.
Nos miramos. Otra vez. Genial. Ahora hablábamos sincronizados. Alguien, sáquenme de aquí.
—Qué bueno que llegaron. Pasen, por favor.
Entramos a la casa, que olía a galletas, vainilla... y caos potencial.
El lugar era hermoso, acogedor. El tipo de casa donde uno esperaría que vivieran adorables angelitos. Pero yo sabía la verdad. Detrás de esas paredes… estaban los mellizos Harrison.
La sala estaba perfectamente decorada. Sarah se sentó en un sillón individual y nos hizo sentarnos juntos en el sofá largo. Roscoe se tiró en la orilla opuesta como si tuviera alergia a mí.
—Roscoe, acércate, Rachel no muerde —dijo Sarah con burla.
Él se deslizó cinco centímetros. Yo rodé los ojos.
—Un poco más —insistió Sarah.
Roscoe dio otro paso de tortuga. La señora ya parecía jugar al "Simón dice".
—Mucho más cerca.
Yo lo miré con expresión de muévete ya o te pateo, y él, por supuesto, me dedicó una de sus sonrisitas de idiota. Finalmente, se lanzó medio de golpe, quedando a unos cinco centímetros de mí. Literal. Podía oler su loción.
Genial, huele rico. Y yo aquí, odiándolo.
Sarah nos miró con una ceja alzada.
—¿Se conocen de antes?
—¡No! —gritamos los dos, al unísono otra vez.
Ella se rió, divertida.
—Curioso... tienen mucha química.
No, señora. Eso no es química. Es potencial asesinato.
La entrevista comenzó.
Sarah preguntó por nuestra edad, disponibilidad, habilidades con niños, primeros auxilios, creatividad, paciencia… y cada vez que Roscoe respondía algo estúpido, yo ponía cara de “yo no lo conozco”.
Y viceversa.
Finalmente, ella sonrió con ternura.
—Me gusta que sean diferentes. Creo que se equilibran.
—No, no —intenté decir—. Yo soy una mala idea.
—Míreme, no tengo cara de niñero —replicó él.
—Yo no tengo cara de empleada confiable, tú pareces extra de Rápido y Furioso versión preescolar.
—¡Gracias! Lo tomaré como cumplido.
—¿Qué tal si les presento a Miles y Merly antes de tomar una decisión? —interrumpió Sarah con diplomacia.
—¿Qué? ¿Ya están aquí? —pregunté.
—Sí, llegarán justo ahora…
¡Crash!
—¡LLEGAMOS! —gritó una vocecita infantil del segundo piso.
De pronto, dos proyectiles miniatura entraron por la puerta. Uno con lentes, una camiseta de dinosaurios y un libro en la mano; y la otra con una trenza despeinada, ropa deportiva y un balón de fútbol bajo el brazo.
—¡NIÑEROS NUEVOS! —gritó Merly, la niña.
—Estadísticamente, el 73% de los niñeros renuncian en la primera semana —dijo Miles, el niño, con tono de profesor de TED Talk.
Roscoe y yo nos quedamos congelados.
—Hola, yo soy Merly. Corro más que mi sombra y pateo fuerte.
—Yo soy Miles. Me gustan los datos curiosos y puedo memorizar banderas del mundo. ¿Quieres que te diga todas las capitales de África?
Roscoe tragó saliva.
—¿Son… siempre así?
Sarah sonrió.
—No. A veces son peores.
Y ahí fue cuando entendí que Roscoe no era el peor de mis problemas.
Los mellizos lo eran.
Y, sin saberlo aún, esa era solo la primera trampa.
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Editado: 01.05.2025