Pequeña Gran Competencia

Capítulo 4: Primer día en la jungla

Narrado por: Rachel

Me desperté con un mensaje de texto de mi madre:
“¡Felicidades por tu primer trabajo, amor! ¡Demuestra lo responsable que eres! ”

¿Responsable? Yo solo había intentado sabotear una entrevista y terminé contratada junto con un sujeto que parece dormir en su chaqueta de cuero. Universo, explícamelo.

Llegué a la casa de los Harrison a las 8:59 a.m. A las 9:00 en punto, Roscoe ya estaba ahí, sentado en la escalera de la entrada como si esperara a entrar a prisión.

—Madrugaste —le dije.

—Pensé que si llegaba antes que tú, tendría cinco minutos de paz.

—¿Y los tuviste?

—No.

Sarah Harrison nos abrió con su eterna sonrisa maternal y una taza de café tan grande que podría alimentar una familia de koalas por una semana.

—¡Qué bueno que llegaron! Hoy será una prueba: una pequeña salida rápida y ustedes se quedan con los niños solo un par de horas. Les dejé una lista en la cocina. Si sobreviven, ¡les pago el doble esta semana!

Roscoe la miró.

—¿Esto es una prueba? ¿O un experimento social?

—Un poco de ambas —dijo Sarah, y nos guiñó un ojo como si todo fuera normal.

Nos dejó parados en la sala mientras subía a cambiarse.

—¿Y si fingimos desmayarnos? —le susurré a Roscoe.

—Ya lo consideré. Pero estoy tan nervioso que si me desmayo, es real.

En ese momento, bajaron los mellizos Harrison, con toda la calma de dos tornados disfrazados de personas pequeñas.

—¡YA ESTAMOS LISTOS! —gritó Merly, usando casco de bicicleta, coderas, y una espada de cartón.

—Hoy toca trivia científica, salto de sofá y experimento con levadura —dijo Miles, como quien anuncia el menú del día.

—¿Qué experimento con levadura? —preguntó Roscoe con los ojos bien abiertos.

—Aún no lo decidimos —respondió Miles, muy serio—. Pero tal vez incluya globos. Y vinagre. Y una explosión controlada. O no tan controlada.

Merly le dio una palmada en la espalda a Roscoe.

—No te preocupes. Si algo explota, salimos corriendo en zigzag. Así no nos atrapan.

Yo me quedé paralizada.

—¿Qué pasa si no corremos en zigzag?

—Probablemente, se quedan sin cejas —respondió Miles, encogiéndose de hombros.

La señora Harrison bajó, lista para salir. Nos entregó una libreta con “instrucciones básicas” escritas en letra perfectamente organizada. También nos dejó una tarjeta de emergencia, un contacto del pediatra, un instructivo de primeros auxilios y un post-it que decía:

“Confíen en su instinto. Y si todo falla… llámenme.”

Sarah besó a sus hijos en la frente antes de irse.

—¡Nos vemos en unas horas!

Y se fue.

Silencio.

Roscoe me miró.

—¿Lista para morir?

—No, pero igual ya estamos aquí.

A los diez minutos, el comedor estaba cubierto de harina, pegamento con brillantina y globos inflados con bicarbonato.

A los quince, Merly había creado un circuito de obstáculos en la sala usando cojines, palos de escoba y una piñata de dinosaurio.

—¡Regla número uno del circuito! —gritó—. ¡Si pisan el suelo, se convierten en lava!

Roscoe intentó seguirla, pero se resbaló con brillantina.

—¡Auxilio! ¡Estoy ardiendo en purpurina! —gritó como si fuera el protagonista de una telenovela mágica.

Yo estaba tratando de evitar que Miles derramara vinagre sobre el router.

—Eso no es parte del experimento, ¿verdad? —le pregunté.

—No. Es parte del caos —dijo, y sonrió como científico loco.

Era oficial: estos niños eran agentes del desorden.

Después de media hora, yo ya tenía brillantina hasta en los calcetines y Roscoe tenía un parche improvisado en el codo hecho con cinta y servilletas.

Pero, por extraño que parezca… no la estábamos pasando tan mal.

Roscoe me lanzó una pelota inflable que rebotó justo en mi cara.

—Oops. Fue con cariño —dijo, aguantando la risa.

Le lancé una almohada en la cara con fuerza. —Lo siento, fue con amor —le respondí.

Nos reímos. Los niños también.

Y así pasaron las dos horas: entre risas, carreras, preguntas imposibles (¿Por qué los pulpos tienen tres corazones?, ¿Qué país tiene la bandera con más colores?) y muchas, muchas toallas de papel.

Cuando Sarah volvió, se encontró la sala como un campo de guerra de arcoíris.

—¡Woooow! ¿Sobrevivieron?

—Sí… creo —dije, con la voz medio ronca.

—¡Y tienen cejas intactas! ¡Eso es un plus! —añadió Miles.

Merly nos abrazó a ambos.

—Ustedes son divertidos. Los demás niñeros solo gritaban y lloraban.

Roscoe me miró. Yo lo miré.

Y, sin palabras, supimos que habíamos fallado en nuestro intento de fracasar.

Estábamos dentro.




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