Capítulo sesenta: Cartas y canciones
Nicole
—¡Le has roto la nariz! —celebró Emma, muy orgullosa de mí.
Mis mejillas estaban calientes y coloradas, mientras que Oliver tenía sangre saliéndole de la nariz y su frente estaba marcada por los parches del balón.
—¡Fue sin querer! —repliqué yo, muy angustiada ya que, el chico frente a mí, no decía nada, solo se cubría la nariz.
Emma se empezó a reír y Matteo apareció, extendiéndole un pañuelo. Oliver lo aceptó, sentándose sobre la arena y echando su cabeza hacia atrás. Seguí mirándolo preocupada y, debía admitir, un poco culpable.
Él reaccionó por fin y dijo:
—Diablos, Nicole —su voz sonó ronca, así que se aclaró la garganta—. Debo considerar la propuesta que te hice.
Los ojos de los presentes me observaban con genuino interés, el rubor siguió haciendo su camino por todo mi rostro. ¿Qué había sucedido? ¡Yo era malísima en el fútbol, baloncesto, voleibol y todo lo que se catalogara como deporte! Y, justo hoy, debía acertar con la pelota en el rostro de Oliver y, entonces, lo noté.
—¡Has sido tú el que decidió usar su cara como bate de beisbol! —me defendí—. ¡Hello! Si un balón va directo a tu rostro, lo esquivas, no esperas a que te dé de lleno.
Mi mejor amiga se siguió carcajeando con fuerza, de hecho, todos empezaron a burlarse, incluido Oliver que sonrió aun con el pañuelo cubriéndole la nariz y la boca.
—Pues discúlpame por no dejarte hacer el gol. —respondió, ahora su tono era más nasal y era muy evidente su sarcasmo.
Oírlo hablar de esa manera me hizo sonreír, teniendo las mejillas encendidas y mis ojos fijos en los suyos.
—Eso está mucho mejor. —refunfuñé.
Luego de eso, la señora White salió de la cabaña, buscando a su hijo para encontrarlo sentado al estilo indio con sangre saliéndole por una de sus fosas nasales. Soltó un chillido y corrió para traer un botiquín, Caleb ayudó al chico a ponerse de pie, llevándolo hasta la terraza de la cabaña.
Ann se mantuvo lejos de nosotros, haciéndome recordar que odiaba el liquido carmesí que, en ese momento, manchaba el pañuelo que Oliver sostenía con mucha fuerza.
Lilianne comenzó a revisarle el rostro, las marcas empezaban a desaparecer, dejando solo pequeños puntos rojos, su nariz no estaba hinchada y eso era bueno, o, al menos, fue lo que dijo su madre.
Entonces, la señora White hizo algo que jamás había visto, le ordenó a Oliver echar la cabeza hacia atrás, él cerró los ojos y ella ubicó cada uno de sus dedos índices en las sienes del chico, presionándole esa zona en específico.
Ella me miró, sonriéndome con dulzura.
—Cuando era pequeño sufría mucho de esto —contó, señalándolo con la cabeza—. En el momento menos esperado su nariz comenzaba a sangrar y podía durar varios minutos así y aprendí como detener la hemorragia.
De acuerdo, eso no lo sabía.
—¿Eso significa que no fue por el golpe que le di? —pregunté, curiosa.
Oliver abrió la boca y dijo:
—Acabas de admitir que me golpeaste.
Rodé los ojos, aunque él no podía verme, seguí hablando con su madre, ella parecía muy entretenida con la situación.
—Puede que sí o puede que no —fue lo que contestó—. Hasta el hurgarse la nariz puede hacer que un diminuto vaso sanguíneo arme todo este espectáculo.
Dejó de presionarle las sienes y, con delicadeza, jaló la cabeza de Oliver hacia delante, esta vez, obstruyendo ambos orificios de la nariz.
—¡Se los dije! ¡No fue mi culpa! —grité en modo de celebración, llamando la atención de los chicos.
Oliver gruñó.
Evidentemente no terminamos el partido informal.
Y después de que el sagrado se detuvo y se limpió el rostro, mi madre informó que ya nos íbamos. Los padres de Emma fueron los primeros en despedirse. El fin de semana no había sido tan catastrófico como pensé que sería. Ellos se comportaron muy bien, aunque recordé que todavía no habían visto a Elliot y quizás eso podría sacudirlos de manera garrafal.
No obstante, se mostraron tranquilos y, lo que más me sorprendía, eran amables el uno con el otro, como si jamás hubieran querido arrancarse la cabeza mientras tenían una acalorada discusión.
Oliver tuvo que cambiarse la camisa ya que, la que llevaba puesta antes de la tragedia, era blanca y tenía varias gotas de color rojo oscuro y se podía oler el aroma metálico característico de la sangre.
Y, además, Ann parecía huir de él como si fuera una plaga.
Ahora traía una linda sudadera azul claro con un estampado de videojuegos.
Su nariz seguía enrojecida, pero solo eso.
Como si jamás le hubiera dado un balonazo.
Suertudo.
Se acercó a mí, con Nova en brazos, luego lo dejó en el suelo y el cachorro se quejó, dando ladridos y brincos, haciéndome pensar que sabía que no vería a Oliver por unos días o semanas.
Fruncí los labios ante este pensamiento.
—Te ayudaré con la comida y algunos juguetes —informó él, al principio, no comprendía a que se referiría, hasta que se quedó viendo al peludo—. Sigo siendo su padre humano, ¿no? —me miró con fijeza y tragué saliva.
Mi corazón martillaba contra mis costillas y asentí, cohibida.
Esperaba que hablara sobre la carta o lo sucedido en la playa, pero no fue así. Él lo ignoró por completo y podría jurar que se dirigía a mí por obligación.
Una obligación que tenía cuatro patitas, una colita y un par de ojos heterocromáticos.
Yo debería hacer lo mismo, eludir todo esto y fingir que no me importaba.
Yo haría eso, sí, lo haría.
«Vaya mentira.»
—Sí. —respondí, apartando la mirada.
No era nadie para evitar que él cuidara de Nova tal y como yo lo hacía, después de todo Oliver fue quien lo recibió en adopción y me había ofrecido ser su madre humana, responsabilidades de mi papel de madre, ¿eh? No podía discutir sobre ello.