Pequeña rebelde

~12~

Addison hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa motivadora hacia Celestine que, con gran entusiasmo, rasgaba las cuerdas del violín.

Por suerte ella no la estaba viendo, porque cada tanto la sonrisa se convertía en una expresión de dolor por sus pobres oídos.

Miró a la violinista experta que estaba frente a Celestine y comprobó que la mujer no emitía nada. De hecho, hasta le animaba a seguir y eso estaba muy bien.

Se había pasado un día entero evaluando a muchachas para saber si eran lo suficientemente pacientes para enseñarle a Celestine el bello arte de la música.

Sabiendo que la dejaba en buenas manos, se encaminó sigilosamente hacia la puerta y salió para ir a hablar con la cocinera.

Quería que preparara algo delicioso para el postre, algo para celebrar el comienzo de las prácticas de Celestine y así incentivarla.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Garret de pésimo humor—. ¿Están matando un gato?

—Celestine comenzó sus clases de violín.

—¿Y está intentando dejarnos sordos?

—Si no rasga las cuerdas, nunca aprenderá —dijo tranquilamente—. ¿Es tortuoso? Sí, pero entre más practique, más rápido tendremos una preciosa melodía, en vez de ese sonido violento.

—¿No quería tocar piano?

—Cambió de opinión a último momento porque encontramos un viejo violín en un armario de la sala y mis conocimientos en ese instrumento no son demasiados.

—Ahora entiendo la búsqueda de maestra, honestamente no entendía para que buscaba una si usted podía enseñarle, pero claro, no se me había comunicado el cambio de piano a violín.

Addison sonrió encantadoramente, solo para que el ceño arrugado de Garret desapareciera, pero no funcionó.

—No podemos ponernos malhumorados, el apoyo lo es todo en estas circunstancias.

—Que fastidio —gruñó dándose la vuelta.

—¿Garret?

Él la ignoró y siguió caminando.

¿Y ahora qué?

Se estaban acercando demasiado como para retroceder repentinamente.

¿Por qué justo tenía que ponerse así aquel día? Tenían que asistir al baile en la noche, no era momento de comportarse como un bruto.

Addison lo siguió.

—¡No me siga! —le advirtió Garret.

—Claro que lo voy a seguir, no se le da la espalda a una dama sin despedirse —le hizo saber—. Me ha dejado hablando sola y me ha ignorado cuando lo he llamado.

Garret se detuvo de pronto y como Addison iba a paso apresurado tras él, chocó contra su espalda.

—Hoy no estoy con ánimos de cumplirle los caprichitos —dijo dándose la vuelta.

—¿Caprichitos? ¿Es una broma? ¡Solo intento que se vuelva alguien civilizado! —le espetó.

—Baje la voz —masculló.

Addison respiró hondo y se obligó a serenarse.

—Como guste, lord Clifford —hizo una gentil reverencia—. Mejor meteré mi nariz en asuntos de mi incumbencia.

Cuando se dio la vuelta, notó que en realidad tenía que ir al sentido contrario para llegar a la cocina. Sin embargo, era tan orgullosa que no iba a cambiar de rumbo mientras él la estaba mirando.

—¡Addison!

Que satisfactorio era que la llamara e ignorarlo tal y como había hecho él.

De pronto una sonrisita se le dibujó, pero como como no respondió a su llamado, Garret dio dos zancadas y la tomó del brazo.

Se dio la vuelta más que lista para pelear, pero entonces él dijo:

—Perdón.

Addison lo miró a los ojos y comprobó que aquella palabra le había salido con completa honestidad y que también le había costado disculparse.

Lo comprendía, ella también era orgullosa y cuando discutía con alguien, pedir perdón era lo peor.

—Hoy es mi aniversario de bodas, bueno no, lo sería en tal caso.

Con aquella confesión, siguió muda.

¿Qué podía decirle después de que admitiera que estaba triste por no poder tener a su difunta esposa al lado?

Como amiga quizás podría palmearle la espalda y consolarlo con alguna palabra de aliento, pero no era solo una mujer que podría llegar a comportarse como una amiga, era su nueva esposa y era un completo golpe al orgullo saber que extrañaba a la anterior lady Clifford.

Garret la tomó de la mano y la condujo por el corredor hasta llegar a su despacho. Por suerte, los incómodos sonidos emitidos por el violín, se escuchaban lo suficiente para que se concentrara en ellos y no en el incómodo momento con su esposo.

—¡Di algo! —imploró él.

—Con total honestidad, no sé qué decir.

—Incluso desde el mismísimo infierno me sigue fastidiando —masculló.

—¿Disculpe?

—Lara —dijo con desprecio mientras se servía un exagerado trago de wiski—, cuando murió pensé que me había librado de ella, me deshice de sus pertenencias, o eso creí antes de la aparición de ese violín —inclinó el vaso y se acabó el líquido rápidamente para servirse más—. Claro que hay algo que nunca podría haberme quitado de encima.




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