Después de lo sucedido parecía todo un ciclo sin fin, según podía ver, sus días terminaban e iniciaban de la misma manera todos los días. Había amanecido, la luz del sol apenas asomaba como el intruso diario en las monótonas mañanas, parecería que era el único que le daba los buenos días. Despertó con los ojos puestos en el desquebrajado techo de su recámara. La rutina desde que enfermó lo tenía cansado y esa mañana había despertado con tristes aires encima, sus hinchados ojos le recordaron lo que había sucedido la noche anterior, y en ese momento no se sintió con la motivación de saltar de la cama por ningún motivo cómo lo haría en cualquier otro día, no hasta que escuchó el casi sordo sonido que causaron las delgadas manos de su madre sobre la puerta de su pequeña habitación.
Toc, toc, toc.
Sostuvo la puerta con sus manos mientras que asomaba una porción de su cabeza, por alguna extraña razón permaneció así unos instantes.
–Hola, cariño, ¿cómo estás? – dijo ella.
–Hola, mamá. Bien, ¿qué tal tú? – respondió Hugo.
–También, amor – hizo una pausa –. He preparado el desayuno desde hace rato, ¿quieres acompañarme? – entonces Hugo vio la exhausta expresión que su madre intentaba esconder detrás de la desquebrajada puerta.
–¿Estás bien? – preguntó él, sabía la respuesta, pero siempre era bueno preguntar. Su madre dio paso a la habitación y entonces él tampoco pudo contener las lágrimas, a juzgar por el abundante llanto de la noche anterior era sorprendente que sus gastados lagrimales aun tuvieran abasto para este día.
–Hijo… – pronunció mientras entraba al ver que su único hijo necesitaba de su apoyo –. Perdónalo, amor. Tú no tienes porque sufrir nada de esto – una densa y triste niebla hizo presencia en la anciana recámara de Hugo, tan pesada que devolvía los molestos y malos recuerdos por los que han pasado toda su vida –. Perdóname a mí, bebe. Lo lamento, no es justo para ti.
Veía como su querido hijo sufría diariamente, un sentimiento de impotencia cubría por completo su alma sabiendo que no podía hacer más que solo intentar consolarlo de vez en cuando, le partía el corazón saber que era imposible ponerle fin a los constantes problemas, ahora se sentía más impotente al sentirse tan alejada de su propio hijo desde que su cuerpo empezó a llenarse de rojizos granos, tenía varicela. La situación era peligrosa porque, aunque Lucía no era una mujer de tan avanzada edad, no era para nada joven. Era difícil explicarle a su pequeño hijo que ella nunca en su vida desarrolló esta infección y que, en gran medida, era muy peligroso a su edad contraerla, más difícil fue intentar explicarle porque de un día para otro las caricias y abrazos desaparecieron. Había enfermando desde hace cinco días, y todos en la familia sabían que la mejor opción era no tener ningún tipo de contacto cercano. Para su padre no fue un problema, nunca le importó tener ese contacto con su propio hijo, pero por Dios que el joven niño necesitaba un cálido abrazo de su madre.
El llanto era el lenguaje mudo que dominaba sus días, era un niño en extremo curioso y hablador pero de la misma medida igual de inexperto en este mundo, era una de las más comunes maneras que usaba para expresar su profundo dolor. Entendió que aquello no estaba mal aun por encima de los machistas comentarios de su padre, los hombres no lloran, solía decir. Era por eso que intentaba esconder toda muestra de miedo o inseguridad frente a él, aquello, si no lo controlaba, terminaría en las lágrimas que tanto despreciaba su padre. Muchos dicen que es una de las formas en la que nuestro cuerpo demuestra lo que sentimos en nuestro interior, a Hugo le gustaba verlo de esa forma, terminar en lágrimas a veces le ayudaba a liberar algo de su suplicio interno. Siendo alguien tan puro e ignorante, como un niño lo es, su corazón en ese entonces se interponía ante los malos pensamientos.
Permanecieron así por unos instantes, y solo después de un profundo silencio, la brillante luz del sol entró por la ventana de Hugo, motivando alegremente tener un desayuno junto a su mamá.
–No me gusta verte llorar, mami. – dijo en entrecortadas lágrimas, sus miradas se cruzaron, y ahora la reconfortante y brillante luz hizo todavía más presencia, inundando por completo el cuarto con un cálido sentimiento. Fue ahí cuando los dos se sintieron de la misma manera –. Vamos a desayunar, ¿sí? Tengo mucha hambre.
Intentaba olvidar lo sucedido, pero seguía perplejo ante los extraños y confusos sucesos que, recordaba, sucedieron la noche anterior. Una parte de su ser se sentía fascinada por la inusual y majestuosa bestia. Todo lo que tuviera que ver con ella era una forma de romper con lo cotidiano, un precipitado riesgo del cual presumirles a sus amigos cuando regresara a la escuela, además le extasiaba saber que faltaban al menos seis horas para que la noche anunciará el regreso de su padre del trabajo, y eso lo tenía más que contento.
–¿Qué te apetece comer hoy? – mencionó su madre mientras salía de la cocina, un viejo truco al que recurría para consolarlo desde hace tiempo cuando las noches eran difíciles, estaba a punto de responder cuando algo externo exigió repentinamente toda su atención. Era el chirriante hueso color café de su perro Sansón, el desgastado y masticado hueso que usaba la mayor parte del tiempo mientras él estaba en la escuela, una antigua tristeza volvió hacia Hugo. Su querido amigo había desaparecido desde hace una semana.
Editado: 09.08.2021