Perderse Contigo

EL FLEQUILLO

HARPER:

—No quiero que lo insultes, ¿Bien? Beck, te quiero pero esto es demasiado. Vete ahora.

Beck se va de la tienda y Raziel parece desconcertada con lo que acaba de pasar. Yo la volteo a ver asombrado, no puedo creer que me defendió de Beck. No es solo su amigo, es uno de los populares. ¿Por qué me defendió a mí?

¿¡A mí!?

Ella me voltea a ver y suspira. — ¿Qué? —pregunta cuando nota que no retiro mis ojos de su rostro.

Es la primera vez que alguien hace algo así. Cuando las personas hablan mal de mí nadie me defiende, nadie intenta probar que soy diferente. Cuando alguien me insulta nunca he escuchado que se coloquen de mi lado. Yo siempre soy quien tiene que cuidarse a sí mismo, defenderse y probar que están equivocados. Siempre he sido yo contra todos.

Raziel tiene los ojos grandes, me recuerda a esos dibujos animados japoneses que a Mitchell le gustaba ver hace un par de años. El flequillo le ha crecido lo suficiente para tocar sus pestañas y cuando parpadea, se mueve un poco.

Estiro mi mano y con mi dedo índice peino su fleco a un lado, descubriendo la mitad de su frente. Ella rápidamente se coloca la mano sobre el espacio que muestra su piel y baja el rostro. —No… yo… lo llevo así porque me salen granitos ahí.

Tomo su muñeca y retiro su brazo, con mi otra mano le sigo descubriendo la frente. Si, tiene algunos granitos pero nada que no sea común. —No te cortes el cabello —sigo acomodando su fleco—. Te queda bien.

Raziel retira su brazo de mi mano. —Estas actuando raro.

Sonrío de lado. —Solo… —ni siquiera sé qué quiero decirle—, creo que me caes bien, Raziel.

Ella sonríe y rueda los ojos. —Que buena noticia.

— ¿Y yo? —recuesto mi brazo en el mostrador y giro mi cabeza para verla—. ¿Te caigo bien?

Hace una mueca. —Podrías caerme peor.

Sonrío y asiento.

Su abuela entra por la puerta de adelante, ella nos ve y levanta una mano con el rostro alegre. —Hoy preparé verduras al vapor y pollo con tomate, ¿No ha venido Jay?

Raziel niega. —Nop, debe estar aun en la tienda.

—Oh —me mira—. ¿Me ayudas a traer la comida? Ya la coloqué en unos recipientes pero son varios.

Raziel da un paso al frente. — ¿No será mejor que yo vaya?

La señora Melinda se acerca al mostrador y le da un vistazo a la tienda. —Sí, vayan los dos —pide—. ¿Ha venido algún cliente?

—Hace una media hora habían unas tres personas, todas compraron algo —le explico.

Ella asiente. —Asombroso, vayan por la comida chicos, los espero aquí.

Raziel se acomoda el cabello detrás de la oreja y no regresa su flequillo en la posición original. Ella señala hacia arriba. —Podemos pasar por la puerta —me explica.

La mítica puerta que conecta con su casa, me pregunto qué sucedería si vendieran la casa o la tienda, seguramente tendrían que cerrar esa entrada. O vender ambos lugares juntos.

Raziel busca en su bolsillo y saca el llavero con varias llaves, toma una con el borde rojo y abre empujándola. La puerta rechina un poco y me hace una seña con la cabeza. Dudo un segundo, básicamente estoy entrando a la casa de Raziel por segunda vez y aunque no debería sentir nada, me siento diferente.

La primera vez ella y yo no nos llevábamos bien, casi ni hablábamos y solo llegué por lo de la fiesta. Ahora todo es tan distinto. Paso hacia adentro y lo primero que veo es un pasillo pintado de un verde extraño, es un verde grisáceo. Ella cierra la puerta y me hace una seña para que la siga.

—Espera —pido—. ¿Dónde está tu habitación?

Junta sus cejas. — ¿Para qué quieres saber?

Doy un paso hacia ella con una sonrisa. —Para escabullirme en las noches.

Rueda los ojos. —Cállate.

—Porque me da curiosidad —explico—. Estoy seguro que está llena de fotografías mórbidas y tienes esqueletos.

Chasquea la lengua. —Nop —se cruza de brazos—. Es una habitación común y corriente.

— ¿Puedo ver? —pregunto. Me fijo en los cuadros, hay varias fotografías de ella cuando era niña, en ese entonces su ropa era colorida y se recogía en cabello.

—No —tira de la manga de mi camisa—. Vamos por la comida, ven.

Mientras pasamos por el pasillo y bajamos las escaleras me fijo en las fotos de su familia. Es curioso, veo a Raziel en distintas etapas de su vida con muchos miembros de su familia pero no veo a su padre. Estoy seguro que ella sí tiene papá.

— ¿Cuántas personas viven aquí? —pregunto bajando las escaleras.

—Muchas —contesta—. Por aquí —me dirige al fondo, en la cocina.

A diferencia del lugar donde vivo, aquí sí parece un hogar. Por todas partes hay evidencia de personas que sí deben llamarse “familia”. En el refrigerador hay un par de fotografías sostenidas con magnetos, una lista de compras con cinco artículos y una postal de Canadá pegada en la parte de arriba.

Raziel junta los contenedores plásticos y me pide que sostenga tres, pero es mejor que yo me lleve la mayoría. No pesan nada y Raziel tiene esa falda larga que la hará tropezar en cualquier momento.

—Solo tres —insiste.

Ruedo los ojos. —Oye, ¿Por qué no te cambias de ropa? Esa falda hará que te caigas y arruines todo o que tu abuela preparó.

Niega. —No, estoy bien —afirma—. Solo vamos.

Tomo tres contenedores rectangulares medianos y espero a que ella camine antes que yo. Sube las escaleras con cuidado, mira hacia abajo seguramente pensando en lo que le dije.

— ¿Dónde está el resto de tu familia? —pregunto.

—Trabajando —explica—. Bueno, mi abuelo se va a dar paseos y se queda en un negocio de un señor que es su amigo desde hace varios años.

Respiro profundo. Mi casa siempre huele a humedad por no tener muchas ventanas y ser una casa antigua. Aquí huele a flores, tomate y algo que solo puedo describir como “cálido”. Llegamos a la parte de arriba, Raziel se queda de pie en la puerta y hace un gesto. Me muevo a su lado esperando a que abra y luego me doy cuenta que ella tiene las manos ocupadas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.