Perdida [completa]

Capítulo I

 

— Sí y no.

— Bue, para un poco Irina — se rió Valentín — recién son las doce del mediodía y vos ya estás pensando en la fiesta de hoy a la noche. Calmate un poco.

— No me calmo nada. Vos vas a venir, ¿no Eva?

Tardé un poco al contestar y mis amigos se dieron cuenta, pero decidieron pasarlo por alto. 

— Si, obvio. ¿Fiesta por qué?

— Mateo cumple dieciocho hoy — dijo, y se le iluminaron los ojos de tan solo pensar en su novio — y lo va a festejar en su casa. 

— Qué raro que no estés con él, y más hoy que es su cumpleaños. 

— Me dijo que tenía que organizar algunas cosas y no quise molestarlo. No va a venir a clase.  

Y justo cuando Irina terminó de hablar, apareció Matías Maltés, el hijo del director, presidente del centro de estudiantes. Está en el otro curso. 

— Hola chicos — dijo sonriendo saludándonos a los tres — Iri, ¿podemos hablar arriba un segundo?

Y ella, con el gesto curioso, subió las escaleras junto a aquel muchacho alto y rubio de ojos azules. 

— Me parece que Mateo es cornudo.

— Valentín, no digas boludeces — lo reté — seguro vayan a hablar de algo relacionado con el centro de estudiantes. Ya sabés como son de apasionados por la política esos dos. 

— Y así me gusta que sea — contestó su amigo. 

Hablaron un buen rato e Irina llegó junto a nosotros con los ojos distintos y los labios inexpresivos, como si en esos quince minutos de charla hubiese pasado algo. Antes de que podamos preguntarle nada, sonó el timbre para hacer la formación y el rito de todos los días se repitió: callarnos hasta que no se escuche ni una sola voz, saludar al director, izar la bandera, escuchar las noticias diarias e ir a las aulas. 

Cuando estábamos subiendo, Valentín y yo vimos a nuestra amiga ir directo al baño. Nos paramos en seco, nos miramos mutuamente y lo entendí. Fui tras ella, entrando con sigilo y escuchando el llanto triste de una adolescente retumbar en aquel pequeño espacio. Cerré la puerta tras de mí y la vi tirada en el piso, con la mochila a un costado y las lágrimas cayendo por sus mejillas a borbotones. Me senté a su lado y la abracé sin decir nada, lo que provocó que llorase con más fuerza. Así estuvimos en lo que pareció un minuto inacabable. 

— Vamos al aula — le dije cuando se calmó un poco. 

El resto del día fue extraño. A Irina le pasaba algo y yo no tenía ni idea de qué era. Valentín tampoco. Estuvimos con ella todo el tiempo que pudimos y logramos volverla a la normalidad en la última hora de clase. O al menos eso parecía. 

El timbre de salida sonó a las seis menos diez. Guardamos nuestras cosas con rapidez, y toda la escuela bajó en dirección a la entrada principal. Salimos, y los tres fuimos caminando hasta la estación de Castelar, donde nos separamos porque tomábamos caminos diferentes.

Recuerdo haberle preguntado a Irina:

— ¿Vas a estar bien?

Y ella, con su magnífica sonrisa, me respondió:

— Sólo si venís conmigo a la fiesta de Mateo esta noche. 

Y acepté, porque hubiese hecho cualquier cosa por hacer que se sienta mejor.

Lo que Valentín y yo ignorábamos, es que íbamos a ser los últimos en verla con vida antes de esfumarse físicamente de la vida de todos.

 




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