Miércoles 18 de marzo de 2020
10:10 a.m
— ¿Qué podría significar? — se preguntaba Valentín con mi celular en la mano.
Desde el primer momento no pudimos dejar de darle vueltas al asunto. ¿Por qué alguien nos mandaría un mensaje así?
— Significa que alguien nos está jodiendo — hice una pausa para tomar la taza de café con leche que tenía entre las manos — o que la desaparición de Irina no fue una casualidad y nos están ocultando algo.
Luego de la lluvia de ayer, el sol quería salir pero las nubes no lo dejaban. El otoño empezaba a asomarse y la temperatura había descendido unos cuantos grados respecto de la semana pasada.
— ¿No será alguno de nuestros compañeros?
— Parece que no — respondí — agendé el número para ver si me aparecía en WhatsApp pero nada.
Valentín se quedó con su café en la mano mirando por la ventana. Aunque el sol estaba oculto tras las nubes, sus ojos marinos y su pelo rubio brillaban con fuerza. Siempre me había parecido muy lindo no sólo por su físico si no también por su corazón: jamás conocí a alguien tan leal en mi vida.
Sin embargo, él sólo tenía ojos para una persona, y ella estaba desaparecida.
Únicamente yo sabía su secreto. Una noche en la que los tres estábamos borrachos en el jardín de la fiesta de un desconocido, Valentín pronunció las palabras con claridad: te amo.
Ella lo miró, rió y se desmayó. Al día siguiente tenía una resaca fuertísima y no recordaba nada de la noche anterior, pero mi amigo y yo sí.
— ¿Probaste llamar? — preguntó súbitamente interrumpiendo mis recuerdos.
— No — contesté, y nos miramos — me dió miedo.
— Llamemos juntos — me pidió — o si querés lo hago yo.
Me quedé mirando la pantalla de mi teléfono por unos segundos. Todos son culpables hasta que se demuestre lo contrario. No lo dudé más, y apreté "llamar".
Lo puse en altavoz. Sonó, sonó y sonó. Valentín me miraba expectante, con la taza en una mano y el dolor en la otra. Al final nos dió con el buzón de voz. Volví a llamar y esta vez volvió a dar con el buzón, pero sin sonar.
— Acaban de apagar el celular, Eva. Antes sonaba y ahora te da directo con la casilla. Son unos hijos de puta.
Llamé una vez más, pero nada. Suspiré con fuerza y Valentín se agarró la cara con las manos. Si esto era una broma, era una de muy mal gusto. Sí, probablemente haya sido un chiste. Nuestros compañeros eran los únicos capaces de hacer semejante cosa.
— Tenemos que hablar con Mateo hoy — le dije con firmeza a mi amigo.
Con el pasar de la mañana, intenté convencerme de que aquel mensaje de texto era una broma, pero mi intuición me decía todo lo contrario. No sabía como engañar el pensamiento, ni como esquivar la situación y seguir con mi vida normal: observaba a mis compañeros en el aula actuar como si nada y los envidiaba. Por un segundo, quise estar en sus cuerpos un rato, reírme del resto, usar el celular, hacer de cuenta que prestaba atención, pensar en lo que haría el fin de semana con mis amigos.
Pero bajar a la realidad era muy doloroso: me sentía sola en un ambiente completamente hostil que atentaba todos los días contra mi salud mental y física. Sin Irina esto es un martirio.
Por suerte, desde muy pequeños Valentín me sostiene y me da su hombro para llorar si lo necesito. Él es mi cable a tierra en la ausencia de mi amiga, hace todo más ameno. Llega, y con su presencia suaviza y renueva mi interior. Me recuerda que somos infinitos, como en Las ventajas de ser invisible.
Pero, ¿hasta dónde? ¿Hasta qué punto somos sólo adolescentes y hasta qué punto somos invencibles?
Suena el timbre del recreo. Mis compañeros salen estrepitosamente del aula, gritando y empujando, apurándose para ir a comprar al quiosco. Las filas que se forman ahí diariamente a comienzos del primer receso son bastante largas.
— ¿Tenés que ir a comprar algo? — le pregunté a Valentín. El casi siempre lo hacía.
Negó con la cabeza, sin omitir palabra. Nos quedamos en silencio, y ambos sabíamos que estabamos pensando en lo mismo. No podíamos parar de darle vueltas a lo que estaba pasando: a Irina, al mensaje, a Mateo, a lo que nos había dicho Ana. Nada tenía sentido en esa espiral de situaciones inconclusas que cada vez enredaban más la situación.
— Tenemos que hablar con Mateo, Valen, no aguanto más.
Y por señal del destino, o de esas cosas de la vida, la puerta del salón se abrió y cuando nos dimos vuelta, no sabíamos bien qué decir.
Era él.
— ¿Puedo hablar con ustedes? — preguntó. Su rostro se veía rojo y tenía los ojos hinchados.
Asentimos. Inmediatamente, Mateo cerró la puerta tras de sí, se sentó en el banco que estaba delante nuestro y dió vuelta la silla para vernos cara a cara.
— Mateo... necesitamos saber lo que sabés — comencé — estoy desesperada, él también, su mamá ni hablar.
— ¿Y te pensás que yo no lo estoy? — contestó con cierta agresividad — si me vas a venir con esas pelotudeces yo sé lo mismo que vos. Nada.
— Primero, calmate — saltó Valentín — Eva no tiene nada que ver con tu enojo o lo que sea que te esté pasando. Queremos que nos cuentes qué pasó el viernes a la noche.
Mateo se rió, e inevitablemente no pude evitar hacer una mueca de confusión.
— ¿Por qué todo el mundo me acusa? ¿Por qué creen que a mí tampoco me preocupa la desaparición de mi propia novia? ¿Están todos pelotudos hoy, o qué?
— Ayer te escuché gritando por teléfono que no podías ocultarla más, y que tu papá se iba a dar cuenta. No te hagas el imbécil — le solté sin rodeos — no te entiendo, hermano.
— ¿Y pensás que estaba hablando de Irina? — me gritó — sos una pelotuda, Eva.
— ¿Por qué estás tan a la defensiva? — le gritó Valentín, que ya había perdido la paciencia — ¿no te das cuenta de que estando alterado nos alterás a nosotros también?
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una desaparicion, tres amigos, un mensaje de texto desconocido
Editado: 21.06.2021