Las grandes gotas de agua golpeaban sin descanso su ventana. Los poderosos vientos azotaban las ventanas, arrasaban con las hojas de los árboles sin piedad y se llevarían consigo cualquier paraguas que se atreviera a aparecer por las oscuras calles de la noche. La tormenta se había llevado la luz. Todo en aquel pueblo estaba oscuro. Las pequeñas luces que se asomaban por las ventanas, eran de esas pocas personas que aún seguían despiertas y se iluminaban con una pequeña vela. Pero no duraban mucho tiempo prendidas. La fuerte tormenta hacía asustar a cualquiera. Todos corrían a sus camas para cubrirse del frío y resguardarse de los poderosos sonidos que esta hacía.
Figuras sin una forma exacta se formaban en las paredes de la casa. Los vientos fuertes ocasionaban ruidos espeluznantes, chillidos, silbidos, estruendos, golpeteos de ramas, todos ellos uno peor que otro. La luz de la vela no sumaba una imagen bonita a aquel lugar.
Sin embargo, el hombre continuaba despierto. Metido en su libro, sin importarle los sonidos tan espeluznantes que podía ocasionar esa espantosa tormenta. Sin importarle las múltiples figuras extrañas que formaba la luz de la vela. Continuó su lectura. Unas pocas páginas más y pronto terminaría ese libro para comenzar uno nuevo.
Se perdió entre las palabras, entre las letras, entre párrafo y párrafo. En ese momento se perdió para siempre.
Pronto comenzó a sentir escalofríos. Tal vez por lo que leía, o tal vez por aquellas sensaciones que había comenzado a sentir a su alrededor. Decidió sacar aquel sentimiento y optó por leer en voz alta. Mala idea.
El resonar de su voz en la oscuridad iluminada, el sonido de la tormenta, de los estruendos, de los golpeteos, su voz, las formas y figuras extrañas dentro y fuera de la casa, todo ello, era prefecto para ser la presa de ese libro. Eran llamados.
Pronto las sensaciones de escalofríos, no solo fueron en aumento, si no que cada sonido de su alrededor comenzó a escucharse con agudeza. La lluvia, el golpeteo de las gotas contra la ventana, los estruendos. Todo y cada uno de ellos. Incluso el leve movimiento de la puerta abriéndose detrás suyo. El chispar de la vela que estaba a punto de apagarse.
Su cuerpo se agudizó, sus oídos se agudizaron. Su olfato y su tacto. Pronto sintió en qué lugar estaba sentado, pero no soltó su libro a pesar de ello. No quito su mano del libro a pesar de sentir el frío y huesudo sillón en el que estaba. No despegó sus ojos del libro a presar del olor putrefacto que invadía la sala. Ese olor a muerte... a descomposición.
Su corazón comenzó a latir con rapidez con cada página que avanzaba. Comenzó a sentir miedo de terminar el libro. Sintió nerviosismo. Quería parar, y no continuar más, pero... estaba en un punto... que no podría hacerlo.
Un aire horrendo, oloroso y fétido, cruzó por sus fosas nasales, en el momento que chocó con su cuello.
Tan solo una página y sabía que todo aquello terminaría.
Terminaría, ¿verdad?
Leyó cada palabra, cada párrafo de esa página que estaba a punto de dar vuelta. Y se asustó aún más. Se sentía identificado. Se sentía parte del libro. Se sentía preso. Con miedo. Tan solo restaba dar vuelta a la página y leer esas últimas palabras y párrafos que marcaban el fin. Pero no lo hizo. Se detuvo.
Detuvo su lectura en el momento que comenzó a escuchar más fuerte esos sonidos que inundaban la habitación. Gritos que creyó que en un momento provenían de afuera. Eran gritos que aumentaban a cada paso. Aumentaban al ritmo de su respiración y el latir de su corazón. Gritos que pronto se transformaron en... gritos de ultratumba, en lamentos, en maldiciones.
Alzó la vista del libro, sin quitar su mano de él. Miró la vela, los gritos no cesaban, y a la vela le quedaba poco para acabarse. Y allí, al verla, los gritos aumentaron a una fuerza inimaginable. Eran más fuertes, sentía que moriría por la fuerza de estos, sentía que estaban dentro de su cabeza, al lado de sus oídos, los escuchaba fuerte y claros. Sentía que poco a poco era llevado junto con ellos. El tapar sus oídos no bastaba. Aún los escuchaba. Quitar la vista de la vela no ayudaba. Y volverla a mirar tampoco. Observó como aquellas figuras sin forma, ahora tomaban una forma horrenda, horrible, horrorosa y la pudrición en su habitación iba en aumento a medida crecían los gritos.
Hasta que... todo paró... y sin quitar la vista de la vela, pocos segundos antes de que esta se acabara... soltó:
– Quiero... conocerte...
Y la vela se apagó.
Todo había quedado en la oscuridad. Los relámpagos de la tormenta iluminaban una corta parte de la habitación, dejando ver aquel libro sobre la mesa que estaba leyendo el hombre. Iluminando la última página, las ultimas frases del personaje...
Tan solo el libro pudo sentir, ahora en la tranquila y pacifica noche, como unas manos huesudas y esqueléticas lo cerraban para luego tomarlo.
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Editado: 25.10.2018