Debemos entrar...ahora...
Pov Alex
Cada paso que dábamos resonaba en el lugar, cada sonido que escuchábamos nos hacia dudar de que estemos solo nosotros dos, tenia una sensación persistente de que había alguien cuidandonos la espalda.
Que crees que haya adentro, Alex
Pronto lo sabremos...
Estire una de mis manos, y sostuve la manejilla de la puerta, poco a poco esta fue sediendo, dejándonos ver el interior...
Esto...es real?
Creo que si...
El aire en el interior era espeso, casi sólido. Una fragancia a madera húmeda y polvo antiguo nos envolvió, como si el lugar respirara por primera vez en siglos.
Cada paso que dábamos hacía gemir el suelo, un sonido áspero, parecido a un suspiro ahogado.
—No me gusta esto… —murmuró ella, pegándose a mi espalda.
—Lo sé… pero ya estamos dentro.
El silencio se estiró entre nosotros, denso, como si absorbiera cada palabra. A lo lejos, una puerta se movió sola. El chirrido atravesó el aire como una aguja clavándose en el oído.
Mi corazón empezó a latir más fuerte. No era solo miedo… había algo más. Una presencia. Sentía que algo invisible nos observaba desde los rincones, un algo con ojos que nunca parpadeaban.
—Alex… —su voz tembló—. ¿Ves eso?
Al levantar la linterna, el haz de luz se detuvo en una figura al final del pasillo. Inmóvil. Demasiado quieta para ser humana. Parecía una sombra recortada en la pared, pero su forma era tan nítida que juraría que respiraba.
—Debe ser… un reflejo —intenté convencerme, aunque mi garganta se cerraba al hablar.
—No hay espejos aquí… —respondió ella.
La figura dio un paso. Luego otro. El sonido fue sordo, como si los pies tocaran tierra blanda. Quise retroceder, pero mis piernas no respondían. Algo en mí —una mezcla de terror y fascinación— me obligaba a quedarme.
Y entonces, cuando la sombra parecía a punto de tocarnos, se desvaneció. No corrió. No se deshizo. Simplemente dejó de existir.
—Esto no tiene sentido… —dije en un susurro.
Ella soltó una risa nerviosa.
—Quizás… quizás nunca lo tuvo.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuello. No era solo el frío del lugar. Era como si algo acabara de rozarme. Algo que respiraba justo detrás de mí.
Me giré.
Nada.
Pero el aire olía distinto. Más pesado. Más vivo.
—Tenemos que salir de aquí —dijo ella.
—No. —Levanté la linterna de nuevo—. No hasta saber qué es este lugar.
Frente a nosotros, sobre una mesa cubierta de polvo, había un cuaderno abierto. Las páginas parecían húmedas, pero la tinta… la tinta estaba fresca.
Y lo peor… era que mi nombre estaba escrito allí.
El cuaderno estaba abierto sobre la mesa, cubierto por una fina capa de polvo que parecía temblar al compás de nuestra respiración.
Esperanza se acercó despacio, la linterna en su mano temblaba apenas.
—Alex… tu nombre… está escrito ahí —susurró.
Me incliné. La tinta aún fresca se deslizaba lentamente por las fibras amarillentas del papel, como si la palabra acabara de ser escrita por una mano invisible.
A L E X.
—Esto no puede ser —dije, aunque mi voz sonaba lejana, como si viniera de otro cuerpo.
Las páginas se movieron solas, una tras otra, deteniéndose en un dibujo grotesco: dos figuras humanas, una con un manto oscuro y símbolos grabados en la piel; la otra, con ojos vacíos y un círculo marcado en la frente.
Debajo, en letras torcidas:
> El shaman y su ayudante. Sellaron su destino ante el Hombre de la Oscuridad.
Un escalofrío recorrió mi columna.
Sentí un zumbido en los oídos, como si mil voces murmurasen al mismo tiempo dentro de mi cabeza.
—¿Qué… qué significa esto? —preguntó Esperanza, con la mirada fija en el dibujo.
—Creo que… ya lo he visto antes. —Las palabras salieron solas. No las pensé. No las elegí. Era como si algo en mí recordara.
El aire se volvió pesado, y el suelo comenzó a vibrar apenas perceptiblemente. La luz de la linterna parpadeó.
Por un instante, todo se tiñó de rojo.
Y entonces lo vi.
Por un destello, un recuerdo que no era recuerdo: una choza en medio del bosque, velas negras encendidas, mi cuerpo cubierto de símbolos tallados con cuchillas, y Esperanza… no como ahora, sino vestida con ropas rituales, el rostro manchado de ceniza y lágrimas.
—Tú… estabas allí —dije.
Esperanza me miró sin comprender.
—¿Qué estás diciendo, Alex?
—Tú eras mi ayudante. Yo… era un shaman. —El eco de esas palabras resonó en las paredes.
Un viento helado se coló por las grietas, apagando la luz por completo. En la oscuridad, una voz —grave, profunda, inhumana— habló desde algún punto imposible del lugar:
> “Ustedes lo sellaron… y ahora él los llama.”
Esperanza soltó un grito ahogado. Detrás de ella, una sombra se alzaba, más densa que la oscuridad misma. No tenía rostro, pero sus contornos se retorcían como humo consciente.
El Hombre de la Oscuridad.
El cuaderno se cerró de golpe, y el aire se llenó de un olor agrio, como carne quemada.
Intenté moverme, pero mis músculos no respondían. La sombra se inclinó sobre nosotros, y sentí su aliento frío contra la nuca.
> “Devuélveme lo que me pertenece.”
Esperanza cayó de rodillas, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Alex! Está dentro de mí… lo siento dentro —gritó, con la voz partida.
La vi temblar, y algo comenzó a brotar de su piel: líneas oscuras, como raíces que se movían bajo la carne.
El suelo vibró más fuerte, y el cuaderno se abrió otra vez, mostrando un texto que antes no estaba:
> El ciclo se repite. El shaman debe recordar su poder o perecerá bajo la sombra que ayudó a nacer.
Y en ese instante lo entendí.
El Hombre de la Oscuridad no era una entidad ajena. Era algo que yo mismo había invocado en aquella otra vida. Algo que nos unía a ambos, Esperanza y yo, en un pacto que ni el tiempo ni la muerte pudieron romper.