Esa noche no pude dormir.
El aire dentro de la casa seguía ardiendo con un calor extraño, como si el fuego del fénix se hubiera quedado atrapado en las paredes. Esperanza dormía en el sofá, exhausta. Yo me quedé despierto, mirando mis manos.
La marca del fénix aún resplandecía débilmente, como una brasa que se niega a apagarse.
El silencio era tan profundo que podía oír mi respiración retumbar en la oscuridad.
Entonces comenzó.
Primero, un parpadeo en mi mente.
Luego, una imagen.
Y después, otra vida.
Vi un bosque cubierto de niebla.
Vi mi reflejo en un charco oscuro: no era Alex. Era Nathaniel.
Mis ojos eran más profundos, mis manos estaban cubiertas de ceniza y símbolos. Y frente a mí, Bloom —Esperanza en otra forma— cantaba en un idioma que ya no recordaba, su voz temblando entre el miedo y la devoción.
El fuego nos rodeaba.
El círculo ritual estaba trazado con sangre.
Y en el centro, una sombra emergía, alzándose como una columna viva de humo.
“El Hombre de la Oscuridad…”(Morwynn)
Lo había llamado. Yo lo había traído.
Sentí cómo mi cuerpo en aquella visión se estremecía. Bloom intentaba detenerme, llorando, rogando que detuviera el cántico, pero yo seguía, poseído por un poder que no comprendía.
El fuego se tornó negro. Las llamas dejaron de dar luz.
Y entonces, el fénix murió.
Su grito resonó dentro de mi cráneo y me arrancó del recuerdo.
Desperté jadeando, empapado en sudor, el pecho latiéndome con violencia.
Todo estaba oscuro. El reloj marcaba las tres y treinta y tres.
Esperanza —Bloom— dormía aún, o eso creí.
El silencio pesaba tanto que parecía tener cuerpo.
Hasta que lo oí.
Rasguños.
Suaves, lentos, repetidos.
Como uñas recorriendo las paredes desde el otro lado.
Me quedé quieto, conteniendo el aliento. Los sonidos se movían: primero a mi derecha, luego detrás de mí, luego en el techo.
No podía ver nada.
Solo escuchar.
Y sentir.
Una corriente helada me recorrió la espalda. El aire vibraba, como si algo invisible caminara cerca.
Mis manos temblaron. El tatuaje volvió a arder.
—¿Quién está ahí? —pregunté con voz ronca.
No hubo respuesta. Solo el sonido de algo arrastrándose lentamente por el suelo, acercándose.
Y entonces, muy cerca de mi oído, una voz susurró:
“Nathaniel…”
Me giré de golpe, pero no había nadie.
Solo el eco de ese nombre perdido, flotando entre las sombras.
El fénix bajo mi piel brilló otra vez.
Y comprendí que el Hombre de la Oscuridad aún no dormía.
Solo estaba esperando que yo recordara el resto.
El sonido volvió.
Primero, un arañazo.
Después, otro.
Y luego, una sinfonía de rasguños recorriendo toda la casa.
No eran simples ruidos. Se sentía como si docenas de manos invisibles intentaran entrar, rasgando las paredes, el suelo, incluso el aire.
El reloj se detuvo. La temperatura cayó en picada.
El fénix bajo mi piel empezó a arder otra vez.
Esperanza se despertó sobresaltada, jadeando.
—¿Qué está pasando, Alex? —preguntó con la voz temblorosa, mirando alrededor, los ojos desorbitados.
No respondí.
No podía.
Algo dentro de mí me decía que no debía nombrarlo.
Los rasguños se transformaron en golpes.
Uno, dos, tres.
Cada impacto hacía que el polvo cayera del techo, que los muebles se movieran unos centímetros.
El suelo vibraba bajo nuestros pies.
Esperanza me tomó del brazo.
—¡Dime algo! ¡Por favor, Alex!
La miré, y por un instante, vi a Bloom.
Su rostro de otra era, sus lágrimas antiguas, su miedo idéntico.
La casa tembló.
Los cristales se resquebrajaron.
Las sombras comenzaron a formarse.
Primero, en las esquinas. Luego, en las paredes.
Figuras humanas… o algo parecido.
Sus cuerpos eran alargados, sus rostros vacíos, con grietas donde deberían estar los ojos.
Se movían torcidos, reptando entre la luz y la oscuridad.
—Alex… —susurró Esperanza, retrocediendo—. No son reales, ¿verdad?
Uno de ellos giró la cabeza hacia nosotros.
Y sonrió.
El aire se volvió líquido, difícil de respirar.
Mis oídos zumbaban.
Sentí que la casa se doblaba, como si el tiempo se quebrara sobre nosotros.
—¡Alex! —gritó Esperanza.
Yo cerré los ojos.
Y lo escuché.
Una voz dentro de mi mente, profunda, antigua, hablándome en una lengua que no comprendía pero que reconocía con el alma.
> Rae’tum vel anor… sel’harae ten nûm.
Las palabras salieron de mi boca sin pensar.
No eran mías, pero al pronunciarlas, todo se detuvo.
Los golpes cesaron.
Las figuras se disolvieron, convertidas en polvo y humo.
El aire recuperó su quietud.
El silencio cayó sobre nosotros como una losa.
Esperanza temblaba, con las manos cubriéndose la boca.
—¿Qué… qué dijiste? —susurró.
No respondí.
No porque no quisiera.
Sino porque no lo sabía.
Solo sabía que esa voz —la misma que había invocado al Hombre de la Oscuridad siglos atrás—
había hablado otra vez a través de mí.
Y ahora el silencio era más inquietante que el ruido.
Porque ese tipo de silencio…
Solo aparece cuando algo se está preparando para volver.