Perdon por los bailes

Kenna 40

Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto el intimar con alguien de tal formar. Luego de llegar al orgasmo decidimos ducharnos juntos, y se quedó a dormir. Nunca permitía que nadie se quedara en mi casa, esta vez con Branwen fue distinto. Sentir como se pegaba a mi cuando dormía, me hizo sentir tan segura, que no estaba cometiendo un error.

A la mañana siguiente me sorprendió no verlo en a mi lado y me asusté, el miedo al abandono se apodero de mí. Salí corriendo a buscarle por toda la casa hasta que lo vi en la cocina, semi desnudo, con el pelo alborotado m, entonces me dieron ganas de saltarle encima y quitarle lo poco que tenía puesto.

Con él mi hambre era voraz, insaciable. Se giró y vio como le observaba, me dedicó una sonrisa y se dispuso a abrazarme. No quería soltarle por miedo a que se fuera, por miedo a salir corriendo y perderme la maravillosa persona que era.

Le mordí el cuello y se estremeció, me acercó más a su cuerpo y sentí su sexo duro. Lo quería dentro de mí, moría porque me penetrara y tocara cada parte de mí. Así que me arrodillé y me dediqué hacerle un oral. Me sostenía del pelo pidiéndome que no parara y cuando estuvo a punto de correrse me dio la vuelta y me pegó a la encimera.

Se hizo espacio entre mis piernas, desde atrás sentía como lamia cada parte, yo solo podía gemir de placer y aferrarme para no caer. No se detuvo hasta que me corrí, las piernas me temblaban y el habla no me salía. Me cargó y me llevo hasta la cama, le mostré donde estaban los preservativos. Se colocó uno y me penetró.

Me aferré a su espalda, pero Branwen no se movía, se quedó quieto, yo estaba desesperada, intenté moverme y no me dejó. Sus ojos estaban llenos de maldad y euforia.

Acarició mi pezón y lo pellizcó, de forma lenta y muy seductora me dijo “si quieres que me mueva, suplícame”. Nunca me había dejado dominar por nadie, siempre era yo quien tenía las riendas y ver como Branwen se volvía el cazador y yo la presa, me puso de muy buen humor. Quería ver hasta donde podía llegar.

Cedí a su juego y le supliqué. Le pedí que se moviera sin piedad, que me devorara y me llenara de placer. Mis palabras lo nublaron y con su primera embestida grité. Sus movimientos lentos pero intensos me volvían loca, me mordía todo el cuerpo mientras me penetraba y tocaba mi clítoris.

Yo dejé de pensar y solo le podía decir “te odio” luego de cada gemido. Y sí, le odiaba, por todo lo que me estaba haciendo sentir, por hacerme caso y no tener piedad de mí, por tocarme de la forma en la que lo hacía y por los orgasmos que me hizo sentir.




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