"Yo fingía calma. Mi corazón llevaba horas haciendo cardio."-Esmeralda
ESMERALDA
Me quedé embelesada ante lo que estaba viendo. La casa era tal cual soñaba: sus hermosas paredes de piedra blanca, el suelo de parqué de madera oscura. La cocina estaba abierta, lo que daba una buena vista al salón. Un pasillo se extendía por el lado del sofá, donde había tres habitaciones completamente reformadas.
No sé qué me impulsó a alquilar una casa; quizás fue la imperiosa necesidad de tener mi espacio, de poder hacer y deshacer como yo quisiera. Quería cierta libertad... eso... y mantenerme lo más alejada posible de Cole.
No sé cuánto tiempo llevo enamorada de aquel chico, no sé el tiempo que pasé ideando cómo sería nuestra relación, cómo sería nuestro futuro... Lo sé, estaba mal de la cabeza, pero me daba igual. En mi mente todo era posible; en mi imaginación, Cole se daba cuenta de que me amaba incluso más que yo a él y me abrazaba, me decía que estaríamos juntos por siempre. Qué ingenua podía llegar a ser ante ese pensamiento.
Había intentado mantener a raya mis sentimientos, hacer como que no estaban, ignorarlos. Pero estaban tan dentro de mí que dolía, quemaba, pues no podían salir. No es que fuera una persona extremadamente enamoradiza, pero con aquel muchacho... caí de tal manera que no me di cuenta de que no me había puesto el paracaídas.
No pasaba nada, me decía a mí misma. Éramos amigos, algo era algo. Me consolaba, aunque ese consuelo era vacío, pues ni siquiera mi mente se conformaba con su amistad. Antes daba clases de español con él, quizás para pasar más tiempo juntos, quizás en un arrebato infantil de que, si estaba con él, se daría cuenta de que quizás era una mujer que merecía la pena. Pero claro, al darme cuenta de que no había indicios por su parte, simplemente dejé de ir.
Las excusas que había puesto eran el trabajo, el estudio, la futura mudanza... excusas que poco a poco se me estaban agotando y podían llegar a crear cierta duda en su mente. Cole no era tonto, era demasiado listo, y sabía que no tardaría en darse cuenta de lo que pasaba. O quizás lo sabía, pero simplemente se estaba haciendo el ciego... cosa que esperaba que no; eso me dolería más que su rechazo.
El casero me miró, esperando a que dijera algo. Le miré a los ojos arrugados y, sonriendo, dije:
—Me la quedo.
Al salir esas palabras, sentí que aquel hombre nervioso se relajaba de inmediato.
Tras hacer los papeles y darle la señal, me tendió las llaves. Me quedé mirándolas, orgullosa de lo que había conseguido. Estaba deseando ya poner mis cosas y hacerla mía... al menos algo mío.
Ladeé la cabeza. No quería que siguiera en mi mente; era intrusivo y me asqueaba. Estaba fuera de mi control y no podía obligarlo a estar conmigo. Por ello pensé en cosas que pudieran distraerme: la primera, traer las cosas; la segunda, limpiar. Sí, eso me ayudaría a no pensar.
Salí de la casa y me quedé viendo a mis vecinos, que me saludaban con un gesto de cabeza.
Bajé las escaleras y me aproximé hasta el coche. Solo tenía que recoger mis cosas. Solo eso. Me animé y me dispuse a irme a mi exresidencia.
La verdad es que creía que el destino me estaba fastidiando de una manera bastante cómica. Era como una especie de castigo que seguramente estaba cumpliendo por culpa de mis vidas pasadas; en cualquier caso, mentalmente estaba maldiciendo mi existencia y físicamente estaba esbozando una sonrisa tan falsa que hasta Barbie se sentiría orgullosa de mi actuación. Me di cuenta, gracias a mi romance platónico, de que podía llegar a ser actriz; seguramente me iría mejor, y además poseía unas grandes dotes que cualquier actor alabaría sin dudarlo.
En esos momentos estaba con Cole, quien me estaba ayudando con las cajas. Estuve a punto de mandar un mensaje por el grupo, diciéndoles dónde estaba, pero él había insistido en que podíamos los dos solos. No podía... su mera presencia hacía que mi nivel cardíaco se elevara a unos niveles que posiblemente se asemejarían a un parón de corazón.
—Dios, Solecito, seguro que te lo vas a pasar bien —me animó Cole.
Odiaba los apodos, y más aún los que él me solía decir, pero ya me había acostumbrado de tal manera —y me encantaba cómo me lo decía— que pensé en ir al registro civil y cambiar mi nombre por "Solecito", solo para acordarme de él. Estaba perdiendo la cabeza.