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Estaba en el comedor de mi empresa durante la hora del almuerzo. Tomé asiento en una de las mesas que estaba vacía y me concentré en las noticias del mediodía que se proyectaban en el televisor. Cinco minutos después, mi compañera de área entró al comedor y se acomodó en la fila junto a los microondas. En ese momento, en la pantalla aparecieron las noticias de la farándula. La presentadora anunció una trágica pérdida que enlutaba al mundo de la música: “La cantante Sara Cliville falleció hoy a las 10 de la mañana, a manos de una mujer que se presume era su fan. La mujer se quitó la vida durante el hecho. Se ampliarán más detalles en la emisión de la noche, en este momento los detalles de lo sucedido son materia de investigación por parte de la policía”. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Mi compañera, con su almuerzo en la mano, se sentó a mi lado y me dijo algo que, hasta el día de hoy, no puedo recordar. Me preguntó si estaba bien, como pude en medio de mi asombro, le respondí que había quedado muy impresionada por la noticia. Almorcé sintiendo que cada bocado de comida se atragantaba al pasar por mi garganta. Cuando terminamos de comer, hicimos el recorrido habitual que realizábamos con mis compañeros por las calles cercanas a la oficina, pero yo no podía sacar de mi mente la noticia.
A medio camino del recorrido, recibí una llamada de mi esposo, me alejé un poco de mis compañeros para contestarle. Apenas contesté, mi esposo me preguntó si había escuchado la noticia y cuánto tiempo llevaba sin hablar con nuestra hija. También quería saber si nuestra hija había leído el acostumbrado mensaje que yo le enviaba cada mañana. Confirmé el conocimiento de tan horrible noticia, respondí que había hablado con nuestra hija por última vez la noche anterior antes de dormir y que ella no había visto el mensaje que le envié en la mañana.
Mi esposo me dijo que no podía sacar la noticia de su cabeza, que tenía una sensación horrible, que necesitábamos comunicarnos de inmediato con nuestra hija. Afirmé que eso era lo que debíamos hacer, pero que mientras lográbamos establecer contacto con ella, debíamos escuchar qué más decían las noticias del suceso. Así que, trabajando en equipo como siempre lo hacemos, dividimos las dos tareas que debíamos realizar: yo estaría al tanto de lo que dijeran las noticias y él intentaría comunicarse con nuestra hija.
Durante toda la tarde en la oficina, estuve atenta a las noticias, pero lo único que encontré en Internet fue lo mismo que se había dicho en el noticiero. Mi esposo, por más que intentó ponerse en contacto con nuestra hija o con su compañera de apartamento, no lo logró. Las horas pasaban y cada minuto me sentía más angustiada. Mi hija y su compañera de apartamento eran grandes admiradoras de Sara; deberían estar destrozadas en estos momentos.
Cuando llegué esa noche a mi casa, mi esposo estaba sentado en el sofá de la sala, nuestro hijo lo abrazaba. Al verme entrar en la sala, mi esposo levantó la mirada y me miró a los ojos; su mirada era un pozo de dolor. En ese instante, entendí que algo grave le había pasado a nuestra hija, pero ni en mis más rocambolescos pensamientos imaginé lo que me iba a decir: “fue ella”, dijo y rompió a llorar entre sollozos que le ahogaban. Mi hijo se levantó del sofá y me abrazó, aún no entendía lo que pasaba, no quería entenderlo. Miré a mi hijo al rostro y le pregunté ¿Fue ella? él entre lágrimas, solo asintió. Yo quería asegurarme de que estaba entendiendo, lo que estaba entendiendo, así que le pregunté: ¿Fue ella la asesina?, mi hijo sollozó y asintió. En ese instante sentí que mi vida se había acabado.
Mi hijo me tomó entre sus brazos y me sentó al lado de mi esposo. Yo no era yo en esos momentos, no podía llorar, ni emitir una palabra, ni tan siquiera un sonido; estaba en shock. En mi mente, un pensamiento se repetía en bucle: mi hija había asesinado a una persona y se había quitado la vida, sentía que el corazón me latía con tanta intensidad que parecía que me golpeaba contra los huesos del pecho.
No podía acomodar la noticia en mi cabeza con lo que sabía de nuestra familia y mi hija. La mujer que había criado nunca había tenido ni siquiera una demostración de ira en público, mucho menos había protagonizado un acto de violencia, pero minutos antes mi esposo me había revelado algo que jamás imaginé. No, eso simplemente no podía ser cierto; esa mujer no era mi hija. La crie en una familia amorosa y con valores. Durante todos los años que estuvimos juntos, su padre y yo tuvimos un par de discusiones delante de ella, pero fueron discusiones que no pasaron de los gritos. Intentamos ser la familia más saludable que pudimos para ellos. No éramos una familia perfecta, no creo que las familias perfectas existan.
Recopilando las últimas fuerzas que tenía en ese momento, me giré hacia mi esposo y le pregunté: “¿cómo puedes estar tan seguro de que fue ella?”. Él simplemente me miró con sus ojos enrojecidos por el llanto y comenzó a relatar nuestra tragedia. A las cinco de la tarde en nuestro país, él recibió una llamada de la compañera de piso de nuestra hija, quien estaba completamente histérica. Las palabras brotaban de su boca de una manera descontrolada. Explicó que la policía asistió a su apartamento justo después de que ella llegó de su trabajo, buscando a Laura.
Los policías procedieron a preguntarle si conocía a Laura y le explicaron que querían confirmar si su compañera de piso era la responsable del asesinato de Sara Cliville. Procedieron a mostrarle la identificación y las pertenencias de Laura que se habían encontrado en el lugar de los hechos. Pidieron toda su colaboración, le preguntaron si podía identificar a Laura en una foto sensible. La respuesta fue el final de nuestras vidas: ¡Era ella!, gritó llorando, ¡era ella!
En ese momento simplemente lloré.