Perfecta

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Un día después del incidente, muchas personas que nos conocían se habían enterado de la participación de nuestra hija en la muerte de la cantante. Su nombre apareció en las noticias locales. Una de las primeras llamadas que recibí esa mañana fue de mi jefe, quien solo pudo decir: “No tengo palabras. De corazón siento por lo que estás pasando. ¿Cómo puedo ayudarte?”. Tomé dos meses de licencia no remunerada en mi trabajo; necesitaba tiempo para reponerme, planear el funeral de mi hija y estar disponible para las autoridades en caso de algún trámite legal. A ciencia cierta no sabía qué podía venir, nunca había estado en una situación así. En toda mi vida, no había tenido problemas con la ley, ni siquiera una multa de tránsito.

Los primeros días después del incidente, casi no podía comer ni dormir. Cuando tenía un plato de comida frente a mí, por más deliciosa que se viera, no me apetecía. Por solicitud de mi esposo y mi hijo, comía lo mínimo para mantenerme en pie. En la noche, al acostarme, cuando se apagaba la luz, toda la historia se repetía en mi cabeza. A veces comenzaba por el momento en que me di cuenta de la obsesión de mi hija; en otras ocasiones, empezaba por el momento en que vi la noticia. Las veces más dolorosas eran cuando comenzaba a recordar desde su nacimiento e infancia, veía a mi niña y entonces no entendía nada de lo que pasó.

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Laura siempre fue tímida. Nunca le gustó llamar la atención ni sobresalir. Tampoco era una persona muy sociable. Sus amigos siempre fueron pocos, y en su mayoría, mujeres, pero eso nunca fue algo que me preocupó. Las amistades que tenía siempre fueron personas que me producían confianza cuando las conocía. Con su amiga del bachillerato, siguió en contacto durante toda la universidad y con una de sus compañeras de universidad fue con quien compartía piso cuando se fue del país.

En cuanto a su educación, no fue la estudiante con las calificaciones más altas en ningún nivel cursado, pero su desempeño académico era bueno. No reprobó ningún año, se graduó de bachiller, seis meses después ingresó a la universidad y culminó su carrera universitaria.

La única anécdota que recuerdo de su época en el colegio es que en tercero de primaria, la profesora hizo un baile con todo el salón, una presentación para el día de la familia. Sin embargo, ella por ningún motivo quería bailar. Llegó llorando a casa en más de una ocasión cuando ensayaban el baile y me decía que le daba miedo bailar delante de los asistentes al evento. Preocupada por su malestar fui a hablar con la maestra, quería saber si era estrictamente necesario que ella bailara en ese evento. Le conté que había llegado llorando a la casa y manifestando que no quería bailar. La profesora me hizo saber que si le evitamos enfrentarse al miedo y a la vergüenza, ella no iba aprender a gestionar sus emociones.

El día del evento bailó, lo hizo muy bien, pero cuando el baile terminó y estuvo sola con sus compañeros de curso, lloró. Yo la consolé, no me pareció grave. Tuve momentos de miedo escénico, pero no me dañaron. Pienso que la situación no fue traumática porque para el grado octavo, hizo un baile con sus compañeros y estuvo bien. Recuerdo que lo único que le preocupó era cómo se veía con el disfraz, se lo probó y pidió mi opinión; cuando se dio cuenta que se veía bien, todo fluyó.

En lo que respecta a abusos físicos o sexuales por parte de alguien, nunca me enteré de situaciones de este tipo. Siempre le brindamos la confianza para comunicarnos cualquier situación que le incomodara. Además, le explicamos cómo debían ser los comportamientos de otras personas con respecto a su cuerpo, que era apropiado y que no. También, le manifestamos que si alguna persona tenía un comportamiento inapropiado con su cuerpo, ella debía negarse, decirle a la persona que sus padres se enterarían de lo sucedido y comunicárnoslo de inmediato.

Los castigos físicos no fueron la forma que tuvimos para criarlos, fueron contados las veces que los usé. Solo recuerdo una ocasión cuando tenía 16 años en la que inventó una mentira para irse a un parque con unos compañeros del colegio. Me enteré de la mentira porque una vecina los vio en el parque y me lo informó. Cuando ella llegó a casa, trató de mantener la mentira, pero le di una cachetada y le dije que no me mintiera nunca más porque de alguna manera, siempre me enteraba de las cosas. No me gustó que ella fuera a ese parque, ya que en la comunidad se decía que era un lugar donde los jóvenes a menudo se reunían para consumir drogas. Ella no presentaba ningún rasgo físico que pudiera hacernos pensar que había consumido alguna droga. Después de la cachetada, me aseguró que no estaba haciendo nada malo. Yo repetí que ella no tenía permiso para ir a ese parque nunca más y que era mejor que no lo hiciera porque yo me iba a enterar. Luego, mi esposo le dio la charla reglamentaria sobre drogas, la misma que le dio a nuestro hijo, pero no puedo asegurar que nunca consumió ninguna droga.

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Despertar en las mañanas era muy difícil. Cuando abría los ojos, a menudo me invadía una vaga sensación de alivio, porque sentía que todo había sido una pesadilla. Sin embargo, la realidad caía sobre mí con todo su peso y lamentaba estar viva. Muchas noches me acosté deseando ya no despertar nunca más, pero hasta la fecha, ese deseo no se ha cumplido.

Empecé a escribir un diario para desahogarme y lidiar con todo lo que la tragedia había traído a mi vida. La idea de compartir mis pensamientos con el mundo vino mucho después, como una manera de mostrar a otros cómo había sucedido la vida de mi hija. Durante meses interioricé lo que una señora indignada me dijo un día que salí a caminar a un parque: "Usted no tiene ningún derecho a sentir dolor; crio a un monstruo". Esa opinión hizo que la idea de que alguien leyera mis pensamientos y conclusiones respecto a lo que había sucedido me pareciera inadecuada.




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