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Desde el primer momento, mi familia y yo decidimos no abandonar nuestra casa. Entendimos que no podíamos huir de lo que había pasado; esa situación siempre iba a ser una sombra constante en nuestras vidas. La idea de mudarnos a una ciudad donde nadie nos conociera no nos resultaba atractiva. Deseábamos seguir con nuestras vidas, no queríamos alejarnos de nuestros familiares y amigos.
En algún momento, la preocupación se apoderó de nosotros. ¿Podría alguien intentar violentar nuestra casa o entrar sin permiso? Afortunadamente, eso nunca sucedió. En los primeros días, la duda nos consumía. ¿Habíamos tomado la decisión correcta? Sin embargo, conforme el tiempo avanzaba, nos dimos cuenta de que nuestra casa no solo era un refugio físico, sino también un símbolo de resistencia y determinación. Era la prueba tangible de que no estábamos dispuestos a dejar que el pasado dictara nuestro futuro.
Aunque, salir a hacer compras o dar un paseo por el parque del barrio se volvía incómodo. La posibilidad de ser reconocidos por algún vecino y recibir muestras de desagrado estaba siempre presente.
Un día quise salir a caminar un poco al parque, pero inmediatamente me di cuenta de que salir de casa me daba miedo. Entonces, las salidas al mercado o al parque se convirtieron en pequeñas odiseas emocionales. Cada rostro conocido podía ser un reflejo de juicio o empatía. Algunos vecinos optaban por desviar la mirada, mientras otros ofrecían una sonrisa comprensiva. Aquellas expresiones variadas eran recordatorios constantes de la complejidad de la naturaleza humana.
No obstante, a pesar de las miradas de reojo o los comentarios apenas susurrados, encontrábamos consuelo en nuestra elección. No estábamos huyendo, estábamos enfrentando. No estábamos olvidando, estábamos construyendo sobre los cimientos de lo que alguna vez fue un hogar sin sombras.
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Cuando mi esposo fue a reclamar el cadáver de nuestra hija, la policía solicitó su correo electrónico para compartir los resultados de la investigación. En su computadora, encontraron la discografía completa de Sara, vídeos que Sara había compartido en sus redes sociales, vídeos relacionados con teorías sobre la relación de Sara y Karen, y un documento que parecía ser una especie de diario. En su teléfono celular había música, vídeos y fanfics de Sara y Karen. Tanto el computador como el celular tenían como fondo de pantalla una foto de Sara. Las redes sociales de nuestra hija también fueron revisadas, pero no se encontró nada que hubiera podido servir para identificar a mi hija como una persona peligrosa para Sara. En sus redes sociales, solo había palabras bonitas y una defensa acérrima de Sara. Las únicas palabras de odio y malestar hacia Sara se podían ver en sus dos diarios. La policía nos envió una copia del documento que parecía un diario, en el correo nos escribían que adjuntaban ese documento esperando poder darnos alguna luz sobre lo sucedido.
El segundo diario se encontró en nuestra casa dos meses después, mientras desarmábamos su cuarto, cuarto que se convirtió en una habitación para las visitas. Se cayó del protector que cubría el colchón de su cama. Mi esposo no leyó ninguno de los diarios, sintió que era una intromisión en lo que quedaba de nuestra hija, pero yo necesitaba respuestas. Me pareció muy curioso que no se llevara ese diario, era una agenda que ya no tenía espacio para escribir. Supongo que por eso no la llevó con ella.
La historia oficial que dieron a conocer los medios de comunicación después de la investigación de la policía fue que a Sara la asesinó una fan obsesionada con ella.
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Nuestros amigos y familiares fueron el mayor apoyo que tuvimos en esos momentos difíciles. Su amabilidad y disposición para ayudarnos fueron fundamentales para construir un camino hacia la sanidad. En un mundo ávido de detalles morbosos, ellos se erigieron como guardianes de nuestra intimidad, evitando responder preguntas intrusivas.
En esos momentos en los que la sociedad podía ser implacable, nuestros seres queridos se convirtieron en un escudo protector. Con valentía, enfrentaron las miradas curiosas y los juicios apresurados, siempre aclarando que los actos de nuestra hija no eran responsabilidad nuestra. Nos brindaron el regalo invaluable de la comprensión y la aceptación, recordándonos que a pesar de las circunstancias, éramos amados.