Salí del ascensor primero, porque si me quedaba un segundo más con Valentine en aquel espacio reducido, iba a hacer algo de lo que ambos nos arrepentiríamos. La tentación había sido brutal: su piel erizada, su respiración entrecortada, el veneno en sus palabras. Todo eso mezclado era dinamita, y yo apenas logré contenerme.
Mientras caminaba hacia la sala de juntas, mi mandíbula estaba tan apretada que me dolía. No era solo rabia, era algo más primitivo, algo que llevaba años enterrado y que ella despertaba con una facilidad irritante.
Valentine apareció segundos después. No se apresuró, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Caminaba con la seguridad de una reina que sabe que nadie puede opacarla. Sus tacones resonaban contra el mármol del piso como disparos, cada paso era un recordatorio de que no importaba cuánto la odiara, cuánto me doliera su recuerdo… ella seguía siendo la mujer que más poder tenía sobre mí.
Y lo sabía.
Se acomodó al frente de la mesa, dejando su carpeta frente a los inversionistas, mientras yo tomaba asiento en el lado opuesto. No me miró, no directamente, pero todo su cuerpo me retaba: la postura erguida, la barbilla en alto, los labios rojos perfectamente delineados.
—Buenos días —dijo con voz clara, proyectando seguridad—. Espero que estén preparados para discutir cifras reales, no ilusiones.
Un murmullo recorrió la mesa. Algunos rieron por cortesía. Yo sentí el golpe directo en mi ego.
Ella quería jugar.
Respiré hondo, apoyé los codos sobre la mesa y solté una sonrisa fría. —Entonces no tendrás problema en responder cuando exponga los errores de tu informe.
Sus ojos cafés se encontraron con los míos. Esa mirada… Dios, esa mirada era como estar frente a un incendio. Nadie más en la sala lo percibió, pero ahí, entre nosotros, el aire ardía.
La reunión comenzó, y fue una guerra disfrazada de debate corporativo. Cada palabra de Valentine era un dardo envenenado, cada respuesta mía un contraataque calculado. Los inversionistas estaban fascinados, pensando que presenciaban un choque brillante de dos mentes rivales. Lo que en verdad ocurría era mucho más oscuro: estábamos despellejándonos con palabras, mientras por debajo ardía el recuerdo de lo que habíamos sido.
En un momento, ella se inclinó hacia adelante para señalar una gráfica. Un mechón de su cabello castaño cayó sobre su rostro, y vi cómo sus labios se curvaban apenas, con esa sonrisa que no mostraba alegría sino desafío. Me miró de reojo, con una chispa que era pura provocación.
La odiaba. La deseaba. Maldita sea, eran la misma cosa.
—Como pueden ver —continuó—, la proyección de Matheo es optimista, sí… pero carece de sustento real. Mis cifras, en cambio, están respaldadas por resultados. Y los resultados, señores, son lo único que importa.
Yo golpeé suavemente la mesa con la yema de los dedos. —Resultados… —repetí, dejando la palabra en el aire—. Curioso que hables de ellos, Valentine, cuando lo único que se te da bien es escapar justo antes de que el peso de tus actos caiga sobre ti.
Un silencio incómodo se apoderó de la sala. Nadie entendió el trasfondo, pero ella sí. Lo vi en la forma en que sus labios se tensaron y sus manos apretaron la carpeta.
Tocado.
—Yo nunca escapo —replicó, firme, con un brillo feroz en los ojos—. Yo enfrento.
Su respuesta me atravesó como un puñal disfrazado de caricia. Por un segundo, el recuerdo del ascensor me golpeó con fuerza: sus temblores, su resistencia, su corazón desbocado. Ella podía decir lo que quisiera, pero escapaba cada vez que estábamos demasiado cerca. Y yo lo sabía.
La reunión siguió, pero lo único real era ese juego silencioso entre los dos. Al final, los inversionistas aplaudieron, satisfechos con la intensidad del intercambio. Se levantaron con sonrisas, prometiendo que ambas empresas seguirían en consideración.
Cuando la sala quedó vacía, Valentine guardó sus documentos con calma ensayada. Yo permanecí en mi asiento, observándola como un depredador que mide a su presa.
—Jugaste bien —murmuré al final, mi voz grave llenando el silencio—. Pero no olvides que yo también sé disfrazar un ataque con elegancia.
Ella levantó la mirada y sonrió con la dulzura más falsa que había visto. —No necesito disfraz, Matheo. Yo ataco de frente.
Tomó su bolso y se dirigió a la puerta. Justo antes de salir, se giró apenas, lo suficiente para que solo yo escuchara:
—Y no volveré a temblar en un ascensor.
La puerta se cerró tras ella, y por primera vez en años sentí que estaba perdiendo el control. Porque Valentine no era solo mi enemiga. Era el incendio que no podía apagar.
Editado: 04.10.2025