(Flashback: cinco años atrás)
El olor a gasolina aún estaba en mis manos. Esa tarde, habíamos pasado horas en el taller de mi padre, arreglando la moto vieja que yo juraba haría arrancar antes de fin de mes. Valentine siempre se ensuciaba los dedos conmigo, aunque luego se quejara de arruinarse las uñas.
—No va a funcionar —dijo, sacudiendo la cabeza, suelto un mechón de cabello rebelde—. Esa moto está tan muerta como tus planes de salir de este pueblo.
Sentí cómo me ardía la sangre. Ella sabía que tocar ese tema era como prender un fósforo cerca de dinamita.
—¿Y tú qué? —solté, con una sonrisa agria—. ¿Qué vas a hacer, Valentine? ¿Seguir en este lugar toda tu vida, fingiendo que no odias cada segundo?
Sus ojos brillaron con furia. La misma furia que siempre me fascinó porque la hacía parecer invencible.
—Al menos yo no sueño con cosas imposibles, Mattheo.
La manera en que dijo mi nombre fue un golpe. Fría. Distante. Como si no estuviera hablando conmigo, sino con alguien a quien despreciaba.
—No es imposible salir de aquí. —Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de la certeza de que ella era la única persona que podía romperme así.
Ella cruzó los brazos, desafiante. —¿Y qué piensas hacer? ¿Correr con tu moto arreglada hacia la nada?
El silencio se volvió insoportable. En mi cabeza, todo lo que quería era agarrarla de los hombros y gritarle que viniera conmigo, que no me dejara solo. Pero lo que salió de mis labios fue veneno.
—Claro, tú prefieres quedarte aquí, escondida detrás de tu hermano. Siempre esperando que él te resuelva la vida.
El cambio en su rostro fue instantáneo. Sus labios temblaron, su mirada se volvió cristalina por un segundo, pero enseguida levantó la barbilla.
—No vuelvas a meter a mi hermano en esto —escupió—. Tú no tienes idea de lo que él ha hecho por mí.
Quise retractarme, pero mi orgullo habló más alto. —No necesito saberlo. Solo sé que nunca tendrás el valor de enfrentarlo. Ni a él, ni a nada.
La bofetada llegó rápido, seca, cortante. Sentí el ardor en mi mejilla y la furia en sus ojos.
—Te odio —susurró.
No me defendí. No me moví. Porque la verdad era que yo también me odiaba por decir lo único que no debía.
Esa noche, Valentine no volvió al taller. Tampoco contestó mis mensajes. Y yo, con el rostro aún ardiendo, supe que algo se había roto. Algo que no podríamos reparar con gasolina, ni con besos robados, ni con promesas susurradas bajo las estrellas.
Fue el principio del incendio que nos consumiría años después.
(Presente – Mattheo)
Han pasado dos semanas desde la reunión. Dos semanas desde que la vi cruzar esa puerta con la misma elegancia con la que antes me rompía el corazón. Y, joder, no hay un solo día en el que no piense en ella.
Las primeras noches después de la reunión fueron un tormento. Cerraba los ojos y veía su mirada clavada en mí, dura, distante, pero con un brillo escondido que yo reconocía demasiado bien. Me giraba en la cama como un idiota, recordando cómo me temblaban las manos bajo la mesa mientras fingía que la formalidad de aquella reunión era suficiente para ignorar lo que realmente pasaba entre nosotros.
Dos semanas y todavía siento su perfume en mis recuerdos, esa mezcla dulce y amarga que siempre me enloqueció. He intentado distraerme con trabajo, con entrenamientos, incluso con mujeres que me buscan solo por diversión, pero nada funciona. Cada rostro ajeno me devuelve al suyo.
Lo peor no es extrañarla, sino el rencor que todavía me envenena. Porque sé que ella me culpa de cosas que jamás hice. Sé que en su cabeza soy el cabrón que la traicionó, el que no estuvo cuando su hermano murió. Y aunque quisiera gritarle que todo es una mentira, que no la dejé sola por elección, no puedo. No todavía. No cuando ni siquiera me mira sin apretar los labios.
Estas dos semanas también me hicieron darme cuenta de algo: Valentine no es la misma de antes. Ya no es esa chica que me retaba con los brazos cruzados y fuego en los ojos. Ahora tiene un muro a su alrededor, uno tan alto que a veces me pregunto si alguna vez podré derribarlo.
Y sin embargo, aquí estoy. Destrozado, obsesionado, como un idiota que no sabe cuándo rendirse.
La ironía es que cada recuerdo me regresa al mismo lugar: aquel taller, aquella bofetada, aquel “te odio” que todavía resuena en mis huesos. Y me aterra pensar que tal vez todo lo que vino después —el silencio, la distancia, la muerte de su hermano— solo fueron llamas que se encendieron con ese primer fósforo que los dos encendimos esa noche.
Ahora, después de dos semanas de infierno, sé una cosa con certeza: Valentine sigue siendo mi incendio. Y tarde o temprano, voy a arder otra vez.
Editado: 04.10.2025