Perfectos Mentirosos

capítulo 20

El recuerdo de esa noche nunca me abandona. Se cuela en cada respiro, en el sonido metálico de los ascensores de la empresa, en las páginas que intento leer y que acaban llenas de manchas por la presión de mis dedos contra el papel. Lo llevo conmigo como un tatuaje invisible: la marca de una culpa que no puedo borrar.

Mi hermano murió.
Y en mi interior sé que, de alguna manera, yo también lo empujé hacia ese destino.

La pelea había sido demasiado violenta. Palabras afiladas, gritos que todavía me retumban en la cabeza como si las paredes siguieran repitiéndolos. Lo dejé ir así: con la furia aún temblando en su piel, con mi voz lastimándolo hasta el final. Lo último que escuché fue el portazo. Lo último que vi fueron las luces azules del auto reflejándose en el ventanal, antes de que desapareciera en la oscuridad.

Esas luces... tan intensas, tan rápidas.
A veces me pregunto por qué recuerdo con tanta claridad ese azul. Un azul frío, casi cortante. Como el hielo en la sangre. Como los ojos de Mattheo cuando me miran demasiado tiempo y me obligan a contener el aliento.

Y esa coincidencia me atormenta, aunque no me atrevo a hilarlo. No tiene sentido. No debería tenerlo.
Pero el color azul siempre regresa.

Me persigue en los detalles más absurdos: en el reflejo de un vaso de cristal bajo las luces de la sala de juntas, en la corbata que llevaba mi padre el día del funeral, en los ojos de Mattheo cada vez que se cruzan con los míos, intensos, tan azules que me hieren.

El odio debería ser suficiente para mantenerlo lejos de mí.
Y sin embargo, no lo es.

Intento repetirme que él fue quien me falló, que él fue quien me dejó con rumores de infidelidad colgando como cuchillas sobre mi orgullo. Pero cuando cierro los ojos… yo también guardo un secreto que nunca me atreví a confesarle.

Porque antes de que su mentira me rompiera, yo misma estuve a punto de serle infiel.
En una fiesta, entre música y alcohol, dejé que alguien se acercara demasiado. Permití un roce que no debí, un aliento tan cerca de mi boca que todavía puedo sentirlo. Estuve a un respiro de caer. Y si no lo hice, no fue por fidelidad pura, sino por miedo a perder lo que teníamos.

No pasó nada, lo sé. Pero ese “casi” me acompaña como una culpa escondida. Por eso, aunque lo juzgue, aunque lo acuse en silencio, sé que no tengo derecho del todo.
No soy inocente. Nunca lo fui.

Y lo peor… lo sigo amando.
Aunque me duela, aunque lo odie, aunque mi hermano esté muerto. Lo sigo amando con un odio que arde, con un deseo que nunca pude matar. Y eso me destruye más que cualquier traición.

Cierro los ojos y vuelvo al eco de aquel motor encendiéndose, a las luces azules cortando la oscuridad. El estruendo después. El silencio mortal que siguió.
Ese azul… siempre el azul.

Las mariposas vuelven.
Pero ya no son doradas como antes, cuando creía en los sueños. Ahora sus alas se tiñen de un negro azulado, como si hasta ellas hubieran absorbido el recuerdo de esa noche. Revolotean en mi pecho, pesadas, inquietas, como si quisieran advertirme algo que todavía no alcanzo a comprender.

Y sé, muy en el fondo, que cuando la verdad finalmente salga a la superficie, no habrá redención posible.

Ni para él.
Ni para mí.
Ni para lo que alguna vez fuimos.




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