Perfectos Mentirosos

capítulo 21

Las fiestas de beneficencia siempre me parecieron hipócritas. Mujeres con vestidos deslumbrantes que esconden ruinas emocionales, hombres con trajes que brillan tanto como sus cuentas bancarias, copas levantadas por causas que nunca llegarán a sentir de verdad. Yo estaba allí porque debía estar, porque mi apellido me arrastraba a esos lugares donde las sonrisas se miden, los saludos pesan y cada mirada es un arma política.

Pero entonces lo vi.

Mattheo.
Como una sombra demasiado nítida para confundirse con cualquiera.
Su traje negro impecable, la corbata azul oscuro que parecía un recordatorio cruel de todo lo que intento olvidar, y esa sonrisa que no era sonrisa sino un desafío.

Nuestros ojos se cruzaron en medio de la sala y el aire se volvió más espeso. Nadie lo notó, pero yo sí. El suelo bajo mis pies pareció ceder.

Él no tardó en acercarse. Podría jurar que hasta la música cambió al notar su presencia, como si la orquesta también supiera que se acercaba el desastre.
—Valentine —susurró, inclinándose con una falsa cortesía al estrechar mi mano. Sus labios rozaron mi piel demasiado cerca. Demasiado lento.
—Mattheo —contesté con una voz que pretendía firmeza, pero que sonó más frágil de lo que quise.

No sé quién dio el primer paso, si él extendió su mano o yo me entregué a la tentación, pero cuando me di cuenta ya estaba en medio de la pista, bailando un vals con el hombre al que más odiaba… y al que más deseaba.

Su mano en mi cintura era firme, posesiva, ardiente a pesar de la tela que nos separaba. La otra entrelazaba mis dedos como si me anclara para que no escapara. Nuestros cuerpos se movían al compás de la música, pero nuestros ojos libraban otra batalla.

—Sigues fingiendo bien —murmuró, lo suficientemente bajo para que solo yo lo escuchara.
—Y tú sigues creyéndote irresistible —respondí, arqueando una ceja.
Él rió apenas, ese tipo de risa que no nace de la diversión, sino del desafío.
—No necesito creérmelo —susurró, y apretó un poco más mi cintura, acercándome.

Cada giro del vals era un roce, cada paso era una provocación. Su respiración me rozaba la mejilla, y la mía se aceleraba contra mi voluntad. La música no ayudaba: cada nota parecía empujarme hacia él, como si todo el salón hubiera conspirado para encerrarnos en ese baile.

Cuando la pieza terminó, sentí la urgencia de escapar.
Necesitaba aire.
Necesitaba distancia.

Me dirigí al balcón casi huyendo, con el corazón latiendo demasiado rápido. El frío de la noche me golpeó al abrir la puerta, pero ni siquiera eso fue suficiente para apagar el incendio que él dejaba en mi piel.

No tardó en seguirme.
—Siempre huyes cuando empieza a ponerse interesante —su voz sonó grave, cercana. Me giré y ahí estaba, con esa expresión que parecía devorarme.

—No me sigas —le advertí.
—Si de verdad quisieras que me detuviera, no me mirarías así —replicó, y dio un paso más cerca.

El silencio se estiró como una cuerda a punto de romperse. Y entonces sucedió.

Fue él quien acortó la distancia, aunque yo no retrocedí. Sus labios chocaron contra los míos con violencia, con odio, con un deseo que quemaba más de lo que curaba. No fue un beso dulce: fue un campo de batalla. Mis uñas se clavaron en su hombro mientras su mano me apretaba contra él, aplastándome contra la barandilla del balcón.

Su boca sabía a vino tinto y desafío. Cada roce de su lengua contra la mía era una lucha de poder, una guerra en la que ninguno estaba dispuesto a ceder. Pero al mismo tiempo, era la única droga que ambos necesitábamos.

Sentí su respiración mezclarse con la mía, áspera, urgente. Mis labios se enrojecieron bajo la presión de los suyos, mi cuerpo tembló al sentir el calor que se acumulaba en su pecho contra el mío. Cada roce era un recordatorio de lo prohibido, cada mordida ligera una confesión que ninguno estaba dispuesto a poner en palabras.

Lo odiaba.
Lo deseaba.
Lo odiaba por desearlo.

Cuando finalmente nos separamos, ambos respirábamos agitados, con los labios húmedos y los ojos ardiendo.
—Esto nunca debió pasar —susurré, aunque mi voz temblaba de contradicción.
—Entonces deja de provocarlo —contestó él, con esa maldita seguridad que me hacía odiarlo aún más.

El frío volvió a golpearme, pero esta vez venía de dentro. Porque ya no podía negar lo evidente: lo que nos unía era tan destructivo como irresistible.

Y ese beso había sellado nuestra condena




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