Mis labios ardían.
Mi cuerpo ardía.
Todo yo ardía.
Ese beso no fue un error: fue un incendio. Y aunque mi mente intentaba repetirse que jamás debió pasar, que él era lo último que debía rozarme, mi cuerpo hablaba otro idioma. Un idioma húmedo, sofocante, desesperado. Sentía aún la presión de sus labios en los míos, la invasión de su lengua reclamando un territorio que juré que nunca más sería suyo… pero que me hizo gemir en silencio.
Me alejé del balcón apenas logré recuperar el aire, sosteniendo mi copa como si el cristal pudiera devolverme el control que había perdido. La música seguía sonando dentro, el bullicio de la fiesta me recordaba que debía volver a mi papel, sonreír, fingir. Pero cada paso me pesaba. Entre mis piernas aún sentía un calor incómodo, un cosquilleo húmedo que me arrancaba el pudor a mordidas.
—Te ves… alterada —Mattheo apareció a mi lado como si no acabara de devorarme hace segundos. Su sonrisa era la de un verdugo que disfruta del suplicio.
—Estás delirando —repliqué con la voz lo más firme posible, aunque el temblor de mis manos me delataba.
Él inclinó la cabeza, acercándose lo suficiente para que solo yo pudiera escuchar.
—Puedo oler lo que te provoco, Valentine —susurró, y esa frase fue una daga. Sentí la humedad intensificarse y quise odiarme por ello.
Me forcé a caminar de nuevo hacia el salón, hacia las luces doradas y las miradas curiosas. Cada paso era una tortura: mi vestido largo rozaba mi piel de una forma que antes era imperceptible, pero ahora se sentía como caricias indebidas. Mi respiración estaba alterada, y aunque mi rostro se mantenía sereno, dentro de mí había una tormenta.
Cuando volvimos a mezclarnos entre los invitados, sonreí como si nada hubiera ocurrido. Reí con falsedad en cada comentario, asentí a las charlas superficiales. Nadie debía sospechar lo que pasaba dentro de mí. Nadie debía saber que Mattheo había despertado algo que me negaba a reconocer.
Pero él lo sabía.
Él lo veía.
Cada vez que su mirada azul se encontraba con la mía al otro lado del salón, mis mejillas ardían y mi pecho se aceleraba. Y lo peor era que él sonreía. Sabía perfectamente que me había dejado temblando, húmeda, marcada.
Yo era Valentine, la que no se doblega.
Y sin embargo, una sola noche con Mattheo había bastado para recordarme lo vulnerable que era frente a él.
El beso seguía ardiendo en mi boca, y el deseo, aunque lo negara, se había colado hasta mis huesos.
Editado: 04.10.2025