El pasillo se volvió un secreto entre nosotros.
Las luces eran tenues, la música de la fiesta llegaba amortiguada desde el fondo, y yo sentía el corazón queriendo salírseme del pecho mientras Mattheo me aprisionaba contra la pared.
Su boca devoraba la mía con rabia, con hambre, con algo oscuro que me hacía perder la cordura. El beso se volvió húmedo, descontrolado, nuestras lenguas chocando en un vaivén que arrancaba de mí un gemido que no pude contener.
—Así me gusta —murmuró contra mis labios, con una sonrisa arrogante—. Que dejes de fingir.
Su mano bajó lentamente por mi espalda hasta colarse descaradamente por el borde de mi vestido. Sentí sus dedos apoderarse de la curva de mi trasero, apretándome más contra él. El calor me envolvió por completo.
—Mattheo… —intenté decir, pero su boca ya estaba recorriendo mi cuello, mordiendo con fuerza, lamiendo después para calmar la marca que me dejaba.
Mis manos terminaron en su cabello, tirando con desesperación mientras él rozaba mi muslo, subiendo cada vez más la tela. El aire se volvió pesado, húmedo, eléctrico. Su rodilla se acomodó entre mis piernas, obligándome a sentir la fricción justo donde más lo necesitaba.
—Estás temblando, mariposa —susurró, con esa voz grave que parecía una caricia sucia en mi oído—. Y ni siquiera te he tocado como quiero.
Su dedo se deslizó con lentitud por el borde de mi ropa interior. Jadeé tan fuerte que mi eco rebotó en el pasillo vacío. Me mordí los labios, intentando ahogar el gemido que escapaba de mí mientras él jugaba cruelmente con mis límites.
—¿Quieres que pare? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
No dije nada.
Mi silencio fue la rendición.
Sus dedos me tocaron de verdad, arrancándome un jadeo ahogado. Mi espalda se arqueó contra la pared, mis caderas buscando más de esa sensación prohibida. No había lugar para el odio en ese instante, solo para el deseo salvaje que me consumía.
Él me besaba de nuevo, ahogando mis gemidos en su boca, como si el mundo no existiera fuera de ese pasillo. Como si todo el dolor, todo el rencor, toda la rabia se quemara en ese contacto.
Yo lo odiaba. Pero en ese momento, lo deseaba más que al aire que respiraba.
Semanas después
El tiempo pasó, pero yo seguía atrapada en ese maldito pasillo. Cada vez que cerraba los ojos, sentía sus manos en mi piel, sus labios en mi cuello, el roce de sus dedos que me había dejado temblando durante noches.
Lo odiaba, sí. Pero también lo buscaba con la mirada.
Lo deseaba en secreto.
Y, en la más cruel de las verdades, lo amaba de nuevo.
Ese amor me carcomía, porque no podía confiar en él. Porque había sombras que nunca desaparecían entre nosotros.
Una noche, mientras ordenaba unas cajas viejas en la biblioteca de mi padre, encontré un sobre con recortes de periódicos de aquel accidente. Mi corazón se detuvo. Entre las notas amarillentas, había un nombre escrito a mano en una esquina del informe policial.
Mattheo Blackwood.
Me quedé helada.
No había una explicación, no había nada más… solo esas letras.
Lo suficiente para que una sospecha me atravesara como un cuchillo.
Tragué saliva, sintiendo cómo la sangre me abandonaba el rostro.
¿Podría ser posible?
¿Él…? ¿La noche del accidente…?
Las piezas encajaban, aunque yo no quisiera verlas.
Y por primera vez en mucho tiempo, el odio regresó, mezclándose con el amor que acababa de aceptar.
Porque si era verdad, entonces el hombre que me hacía temblar en un pasillo era el mismo que había destrozado mi vida para siempre.
Editado: 04.10.2025