La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco. La oficina estaba bañada por la luz tenue de la tarde, esa luz dorada que normalmente me habría parecido hermosa, pero que en ese momento solo me cegaba.
Mattheo estaba de pie, de espaldas, mirando por los ventanales que daban a la ciudad. Sus manos estaban en los bolsillos, su chaqueta perfectamente planchada, su postura relajada… demasiado relajada. Como si no cargara con nada. Como si el mundo no lo hubiera condenado hace años en aquella carretera oscura.
Él se giró apenas, lo suficiente para que sus ojos azules se encontraran con los míos. Esa chispa peligrosa, ese brillo que siempre me hacía perder la cabeza, seguía allí. Y yo lo odié más por eso.
—Valentine —su voz fue baja, grave, un saludo que en cualquier otro contexto me habría temblado la piel—. No esperaba verte hoy.
Lo observé un segundo demasiado. Su voz, sus gestos, incluso el movimiento sutil de su mandíbula cuando apretaba los dientes, todo me resultaba insoportablemente familiar. Y al mismo tiempo, extraño. Como un desconocido que había habitado mi vida disfrazado de amante, de enemigo, de todo a la vez.
—No vine a que me esperes —escupí, con la voz cargada de hielo.
Mattheo frunció el ceño. Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí apenas, como si su cercanía pudiera derrumbarme antes de tiempo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Tragué saliva. Saqué el sobre que llevaba en la mano y lo lancé sobre su escritorio de caoba. El golpe del papel contra la madera resonó como un disparo en la sala silenciosa.
Él lo miró. Lo reconoció en el acto. Y esa mínima tensión en su mandíbula, ese instante en que sus ojos se oscurecieron, fue la confirmación que necesitaba.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —mi voz tembló, pero no cedí.
Mattheo no respondió al instante. Se acercó despacio, tomó el sobre, lo abrió. Sus dedos recorrieron las páginas con un cuidado extraño, casi reverencial, como si las palabras impresas fueran dinamita.
—Valentine… —empezó, pero yo lo interrumpí.
—¡¿Cómo pudiste ocultármelo?! —mi grito rebotó contra las paredes. Sentí que el aire en mis pulmones ardía. Mis manos temblaban, mi pecho subía y bajaba con violencia—. ¡Era mi hermano, Mattheo! ¡Mi hermano! Y tú estabas ahí. Tú conducías ese maldito carro.
Él cerró los ojos. Inspiró hondo. Por un segundo pensé que iba a negarlo, que iba a inventar cualquier excusa. Pero no. Abrió los ojos y me sostuvo la mirada. Azul contra tormenta.
—Sí —dijo, con la voz quebrada—. Yo conducía.
Ese “sí” me atravesó como una cuchilla. No había más dudas, no había espacio para ilusiones. Era verdad.
Sentí que las lágrimas me nublaban la vista. Pero no lloré. No delante de él.
—¿Y pensabas que nunca lo descubriría? ¿Que podías besarme, tocarme, jugar conmigo… todo este tiempo, como si nada hubiera pasado? —escupí cada palabra como veneno.
Mattheo dio un paso hacia mí, su expresión desesperada.
—¡No fue así! —su voz sonó dura, pero vulnerable—. Valentine, escúchame. No fue como piensas.
Me reí, amarga.
—Siempre tienes una versión de la historia, ¿no? Siempre eres el perfecto mentiroso.
El silencio se estiró, pesado, insoportable. Yo lo miraba con odio, pero también con algo que me desgarraba: el recuerdo de cada caricia, cada beso, cada noche en la que mi cuerpo lo buscó sin resistencia. ¿Cómo podía seguir deseándolo, incluso ahora que sabía que había sido parte de mi mayor tragedia?
Él avanzó de nuevo. Esta vez no retrocedí.
—Esa noche… —empezó, su voz apenas un murmullo—. Yo no lo busqué, Valentine. Fue un accidente. Tu hermano cruzó de golpe, no lo vi venir. Intenté frenar, lo juro, pero… era tarde.
Mi respiración se agitó. Cada palabra suya era un golpe en mi pecho.
—¿Y por qué callaste? —pregunté con un hilo de voz.
Mattheo cerró los ojos un instante, como si la respuesta lo quemara.
—Porque sabía que me odiarías. Y no podía soportarlo.
Esa confesión me dejó helada. Era tan simple. Tan brutal.
Un torbellino de recuerdos me azotó. La discusión con mi hermano esa noche. Sus palabras hirientes. El portazo. Y ahora, Mattheo, confesando frente a mí que había sido el conductor que selló su destino. Yo era parte de esa cadena de tragedias. Yo lo había empujado a salir. Y Mattheo… Mattheo lo había encontrado en la oscuridad.
—Yo también lo maté —susurré sin pensarlo.
Mattheo me miró, confundido.
—Val…
—Si no hubiéramos peleado… si no le hubiera dicho esas cosas… —la voz se me quebró—. Mi hermano estaría vivo.
Las lágrimas me nublaron por fin. Sentí que mi cuerpo se encogía bajo el peso de la culpa.
Mattheo dio un paso más y, contra todo mi instinto, me rodeó con sus brazos.
Lo odiaba. Lo odiaba por tocarme, por pretender que podía consolarme cuando él mismo era parte de esa noche. Pero mi cuerpo, traidor, se derritió contra el suyo. Sus brazos fuertes me sostenían, su respiración rozaba mi oído, y yo me sentí pequeña, rota, débil.
—No digas eso —susurró él—. No fue tu culpa.
Lo aparté con un empujón. Mis lágrimas ya corrían libres, pero mi mirada estaba llena de furia.
—¡Y la tuya sí, Mattheo! ¡Fue tu culpa!
Él retrocedió un paso, como si mis palabras fueran golpes físicos. Su rostro se endureció, pero sus ojos azules… sus ojos parecían implorar.
—Lo siento —dijo, casi inaudible—. Lo siento más de lo que podrás imaginar.
Lo miré. Por un instante, el odio y el amor se mezclaron tanto que ya no pude distinguirlos. El aire entre nosotros estaba cargado, denso, irrespirable.
Y sin pensarlo, lo besé.
Fue un beso brutal, desgarrado, un choque de labios que sabía a rabia y desesperación. Lo mordí, lo empujé contra el escritorio, y él respondió con la misma violencia, como si supiera que ese beso era tanto condena como salvación. Mis manos se aferraron a su camisa, las suyas recorrieron mi espalda con fuerza.
Editado: 04.10.2025