Corrí por el pasillo como si el suelo ardiera bajo mis pies. Cada paso retumbaba en mi cabeza, mezclado con el eco de ese beso imposible de borrar. Sentía los labios hinchados, la piel erizada, y al mismo tiempo, el pecho desgarrado por la culpa.
Me detuve frente al ascensor, apretando el botón con desesperación. El reflejo en las puertas metálicas me mostró un rostro que apenas reconocí: ojos rojos, mejillas húmedas, labios manchados de rabia y deseo.
Ese beso… lo odiaba, lo necesitaba, lo recordaría hasta el último día de mi vida.
El ascensor tardaba una eternidad. Mis manos temblaban. Lo último que quería era que Mattheo me alcanzara. No sabía qué haría si lo veía de nuevo en ese segundo. Gritar, golpearlo… o volver a besarlo.
—Valentine.
Su voz. A mis espaldas.
Cerré los ojos con fuerza. No podía. No debía girarme.
—Déjame en paz —logré decir, con un hilo de voz.
Sentí sus pasos acercarse. Mi corazón se aceleró como aquella noche, como cada vez que su sombra se había entrelazado con la mía.
—No puedes huir de esto —susurró.
Abrí los ojos y lo encaré, con lágrimas nuevas formándose.
—¿Y de qué quieres que no huya, Mattheo? ¿De la verdad de que mataste a mi hermano? ¿De la verdad de que yo también lo empujé a esa carretera? ¿O de esto…? —roce mis labios, temblando—. De este infierno en el que cada vez que te odio, más te deseo.
Él me miró con esa intensidad azul que siempre había sido mi perdición.
—De nosotros —dijo simplemente.
El ascensor se abrió detrás de mí, pero no entré. Me quedé ahí, atrapada en sus ojos.
De pronto, unos pasos resonaron en el pasillo. Una voz masculina, grave, interrumpió la tensión.
—¿Todo bien aquí? —preguntó uno de los socios de la fundación, sorprendido al vernos.
Yo reaccioné de inmediato, secándome el rostro con la manga de mi chaqueta, forzando una sonrisa.
—Sí, claro. Todo bien —mentí, mientras daba un paso dentro del ascensor.
Mattheo me sostuvo la mirada hasta el último instante, hasta que las puertas metálicas se cerraron entre nosotros.
Cuando quedé sola, el aire escapó de mis pulmones en un sollozo ahogado. Apoyé la frente contra la pared fría y me dejé caer hasta el suelo.
El beso, la confesión, la culpa… todo se mezclaba en un torbellino imposible. Y lo peor no era lo que había pasado. Lo peor era lo que vendría después.
Porque si yo lo sabía… alguien más podía saberlo.
Y entonces recordé algo: en el sobre que había encontrado, no solo estaba el informe del accidente. Había otra hoja, con una anotación en el margen. Una caligrafía que no reconocía.
"No se puede ocultar para siempre."
Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
¿Quién más sabía la verdad?
Editado: 04.10.2025