Perfectos Mentirosos

capítulo 28

El sobre seguía sobre mi regazo como si ardiera, como si mis dedos no pudieran soltarlo aunque mis manos temblaban. Afuera, la ciudad destellaba indiferente, pero dentro de mí todo era un torbellino. El papel olía extraño… no a humedad, no a viejo. Era un aroma familiar, como el rastro de un perfume masculino, amaderado, elegante… el mismo que alguna vez había sentido en los trajes de Mattheo.

Abrí de nuevo la hoja, repasando cada palabra, cada número. Y fue entonces cuando mis ojos se detuvieron. La fecha. La maldita fecha.

“10 de noviembre, 11:47 p.m.”

Mi corazón se encogió. No podía ser casualidad. Ese día… esa hora… coincidía exactamente con la noche en la que todos juraban que Mattheo había estado enredado con otra. La supuesta infidelidad. La noche que me rompió en dos.

Mi respiración se aceleró, como si el aire fuera veneno. Si él estaba con otra mujer, como todos decían, ¿cómo podía ese registro ubicarlo en otro lugar? ¿Cómo podía su nombre estar asociado a un accidente… al accidente?

Un sudor frío recorrió mi espalda. La pelea con mi hermano aún resonaba en mi memoria, su voz quebrada, sus últimas palabras cargadas de reproche. Y después, la llamada. El choque. El cuerpo. La sangre.
Yo siempre me culpé. Siempre. Pero ahora, frente a mí, se dibujaba otra verdad, oscura, retorcida.

¿Y si todo había sido planeado? ¿Y si alguien había querido que yo creyera en la mentira de la infidelidad para que nunca sospechara nada más?

Tragué saliva con dificultad. Me llevé la hoja al rostro y cerré los ojos. El perfume otra vez. No solo Mattheo lo usaba… alguien más lo conocía. Alguien que había estado cerca de ambos, que había movido hilos invisibles como un titiritero paciente.

El sobre llevaba una anotación al margen, casi oculta, escrita con prisa:
“Las mentiras no duran para siempre.”

Sentí un escalofrío. Mis dedos apretaron tanto el papel que lo arrugué. La letra era reconocible, demasiado. Una inicial en la esquina inferior confirmaba mis sospechas: “M.”

—Mattheo… —susurré, con un nudo en la garganta.

Pero al instante lo odié. Odié haberlo nombrado, odié la posibilidad de que fuera culpable, odié también la parte de mí que deseaba con desesperación que todo fuera un error.

Las mariposas de mi pecho se agitaban furiosas, atrapadas, como si quisieran advertirme que la verdad apenas comenzaba a desplegar sus alas.
Y en el fondo, una certeza amarga me desgarró: el peor engaño no había sido el de una cama compartida, sino el de una mentira construida con precisión quirúrgica para ocultar un crimen.

Lo que no sabía era si quería descubrir toda la verdad… o si prefería seguir creyendo en el odio.




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