No quiero verlo.
Eso es lo primero que pienso cuando escucho los golpes en la puerta. Su voz. Su maldita voz rogando que lo deje entrar. Mi instinto grita que lo mande al infierno, que lo deje ahí, suplicando hasta que se canse. Pero mi corazón… mi corazón me juega sucio, late como si lo reconociera, como si todavía lo quisiera.
Abro.
Y ahí está.
Mattheo, con los ojos azules enrojecidos, con el rostro marcado por una culpa que no necesita explicar. No hace falta que hable, porque yo ya lo sé. Lo supe desde hace tiempo, desde esas piezas que no encajaban, desde esa mentira que siempre me olió a podrido: la infidelidad.
No digo nada. Lo dejo pasar, porque sé que si me quedo con él en el pasillo, terminaré cayendo en la trampa de sus manos rozándome. Prefiero enfrentar la tormenta en terreno neutral: la sala.
Él se sienta, pero yo no. Cruzo los brazos, me mantengo firme, de pie, mirándolo como si fuera un extraño.
—Habla. —Mi voz suena fría, aunque por dentro estoy hecha un mar en pleno huracán.
Mattheo levanta la vista, y es como si toda la arrogancia que solía tener hubiese desaparecido. Lo veo frágil. Arrepentido. Pero no dejo que eso me ablande.
—No fue como pensaste —empieza, y su voz se quiebra apenas—. Aquella noche… no hubo otra mujer.
Quiero reír. Quiero gritarle que ya lo sabía. Que siempre lo intuí. Que su supuesto engaño era demasiado burdo, demasiado fuera de su manera de ser, incluso para él. Pero no río. No grito. Solo lo miro, y dejo que siga hablando.
—La infidelidad fue una mentira, un rumor que dejé que creciera porque me convenía… porque era más fácil que odiaras a un hombre infiel que enfrentar la verdad real.
Ahí lo dice. La verdad real.
Y yo la escucho, dura, con la mandíbula apretada.
—Entonces fue cierto —susurro, casi para mí misma—. El auto… eras tú.
El silencio que sigue es mortal. Mattheo no niega nada. No se mueve. Sus ojos me lo confirman todo.
Una parte de mí quiere lanzarse sobre él, golpearlo, arañarlo, hundirle todo el rencor acumulado durante años. Pero la otra parte… la parte que todavía recuerda su olor, su tacto, sus besos, se mantiene en pie como si nada la quebrara.
—Te escucho, Mattheo —digo al fin, con una calma que me sorprende—. Pero no pienses, ni por un segundo, que esto significa perdón.
Lo veo tragar saliva, como si mis palabras fueran un cuchillo. Y me gusta. Me gusta que duela, porque a mí me duele más.
Él asiente despacio, con el rostro desencajado.
—No espero que me perdones. Solo… solo necesito que lo sepas. Necesito que entiendas que te mentí, sí, pero porque no soportaba la idea de verte odiarme por lo que realmente hice.
—¿Y acaso no te odio igual? —pregunto, clavándole los ojos, manteniendo la dureza.
Él baja la cabeza, y durante un segundo parece roto. Pero algo en mí, algo enfermo, disfruta de ese dolor. Porque es el mismo que yo cargué durante años.
No lo perdono. No lo abrazo. Pero tampoco lo echo.
Y ese detalle, ese pequeño gesto, es lo que me delata: que, aunque mi boca diga lo contrario, mi corazón todavía late por él.
Editado: 04.10.2025