El silencio entre nosotros se volvió rutina. Dos semanas desde aquella confesión y todavía siento que la herida está abierta, sangrando en lo más profundo de mí.
No lo perdoné. Y él lo sabe.
Pero Mattheo, en vez de alejarse, se quedó.
No de manera invasiva, no como antes, cuando intentaba imponerse a la fuerza de todo. No. Esta vez se quedó distinto: más silencioso, más sutil… como si quisiera ganarse un espacio a base de paciencia.
Al principio lo ignoré. No respondí a sus mensajes, no levanté la mirada cuando me dejaba un café en la mesa de la biblioteca, no agradecí cuando se adelantaba a abrirme la puerta. Pero la constancia… esa maldita constancia suya, empezó a hacer grietas en mi armadura.
Un día, salí al balcón y lo encontré sentado en las escaleras de la entrada, esperándome bajo la lluvia. Ni siquiera me miraba. Solo estaba ahí, empapado, como si el agua pudiera lavar la culpa que cargaba.
—¿Qué haces? —le pregunté desde la puerta.
Él alzó la vista, y en esos ojos azules vi un cansancio infinito.
—Esperarte. —Y nada más.
Cerré la puerta de golpe, fingiendo indiferencia, pero en la soledad de mi cuarto no pude quitarme de la cabeza esa palabra. Esperarte.
Lo odiaba. Lo odiaba porque todavía sabía cómo llegar a mí.
Los días siguientes siguió igual.
Notas escondidas entre mis libros, mensajes cortos que nunca pedían disculpas directamente, sino que me recordaban cosas tontas:
"Cuida tus manos, todavía escribes con demasiada fuerza."
"No olvides cenar."
"Tu canción favorita sonó en la radio, pensé en ti."
No contesté. Pero guardé cada nota. Y eso me delataba más que cualquier gesto.
Al mismo tiempo, yo jugaba. Sí, lo admito. Jugaba con su desesperación. Me dejaba ver con otros, nada importante, solo charlas ligeras en eventos sociales, y esperaba. Esperaba su reacción.
Y ahí estaba él: la mandíbula apretada, los ojos clavados en mí, el cuerpo rígido como si cada palabra que yo compartía con otro hombre fuera un puñal.
No decía nada en público, nunca. Pero bastaba que el evento terminara para que me buscara en algún pasillo vacío.
—¿Disfrutas haciendo esto? —me susurró una noche, con la voz baja y cargada de rabia contenida.
Yo lo miré, alzando la barbilla.
—¿Esto qué? —pregunté, con la inocencia más cruel que pude fingir.
Él me sostuvo la mirada, y por un instante creí que iba a perder el control. Que iba a arrastrarme contra la pared, como tantas veces antes. Pero se contuvo. Lo vi tragarse su propio fuego, y eso me dio poder.
—Lo que sea que estés haciendo… funciona. —Su confesión salió como un rugido ahogado.
Me giré, dándole la espalda, pero con una sonrisa invisible en los labios. Porque aunque no lo decía, yo sabía la verdad: lo tenía exactamente donde quería.
La diferencia es que esta vez, yo decidía cuánto iba a dejarlo sufrir.
Porque sí, Mattheo intentaba conquistarme, con paciencia, con gestos pequeños. Pero yo… yo estaba decidida a ponerlo a prueba hasta el límite. Y, aunque jamás lo diría en voz alta, había un retorcido placer en ver a ese hombre —ese que una vez me hizo pedazos— arrastrarse poco a poco hacia mi perdón.
Editado: 04.10.2025