El frío de la terraza se colaba por la tela fina de mi vestido, pero no me moví. A veces pienso que prefiero sentir el frío en la piel que el ardor que me provocan sus ojos. Mattheo estaba detrás de mí, lo sentía. Su respiración contenida, sus pasos medidos, como un cazador que teme asustar a su presa.
—¿Siempre vas a huir? —preguntó él, con esa voz que suena como un reproche y una súplica al mismo tiempo.
Sonreí con ironía, aunque por dentro algo me tembló.
—No estoy huyendo. Estoy disfrutando del aire, que no es lo mismo.
Lo escuché acercarse, despacio, como si midiera cada centímetro que nos separaba. Me giré y lo encontré demasiado cerca, demasiado intenso. Esa mirada azul me atravesó, y por un instante me sentí desnuda, vulnerable, sin todas esas murallas que había levantado durante años.
—Te odio, Mattheo —murmuré, sin fuerza.
Él inclinó apenas la cabeza, y esa media sonrisa amarga me desgarró.
—Lo sé… pero también sé que me deseas.
Ese descaro me hizo soltar una carcajada seca, pero mi corazón latía con violencia, traicionándome. Quise responder con veneno, pero su siguiente movimiento me robó las palabras.
Mattheo me tomó la mano, no con fuerza, sino con una suavidad que no recordaba. La llevó a su pecho, y bajo mis dedos sentí su corazón golpeando como un tambor.
—¿Lo sientes? —preguntó en un susurro—. Solo late así contigo cerca.
Y ahí fue cuando mis grietas comenzaron a notarse. Porque no aparté la mano. Porque quise creerle, aunque odiaba esa parte de mí que lo hacía.
—¿Por qué haces esto, Mattheo? —pregunté, con la voz más baja de lo que pretendía.
Él cerró los ojos un instante, como si reunir fuerzas fuera lo único que lo mantenía en pie.
—Porque ya no sé cómo seguir sin ti.
Ese fue el golpe.
El hombre que siempre fue arrogancia, orgullo, poder… ahora estaba frente a mí, con el alma rota, confesando lo que más temía: que me necesitaba.
Y yo… yo quería odiarlo. Tenía que odiarlo.
Pero mis labios ardían por rozar los suyos.
Retrocedí un paso, como si el aire volviera de golpe a mis pulmones.
—No vuelvas a decirme eso. —Mi voz sonó dura, pero no lo suficiente.
Él dio un paso hacia mí, casi pegado.
—¿Por qué? ¿Porque temes creerlo?
Lo odié por tener razón.
Me giré de nuevo hacia la baranda, intentando recuperar el control. Mattheo no insistió, y ese silencio fue más devastador que cualquier palabra. Sentí que si me tocaba una vez más, iba a quebrarme del todo.
Y sin embargo, en la oscuridad, con la ciudad iluminada frente a nosotros, supe que estaba condenada: ya no podía odiarlo como antes.
Editado: 04.10.2025