Habían pasado días desde aquella conversación en la terraza, y aunque intentaba seguir mi vida con normalidad, no podía. No podía porque había algo que no cuadraba, algo que me carcomía por dentro.
La carta.
La maldita carta que había encontrado entre mis cosas, esa nota anónima que me llevó a creer que Mattheo había estado con otra la noche del accidente de mi hermano. Una carta que había dirigido mi odio hacia él, que me hizo querer destruirlo sin siquiera cuestionar si era cierta o no.
Y ahora, mientras lo observaba desde la biblioteca —él sentado con un libro abierto, fingiendo que le importaban las palabras impresas—, sentí que la rabia volvía a hervir en mi sangre. No por lo que supuestamente hizo, sino porque alguien había jugado con mi dolor, con mi corazón, con mi familia.
Me acerqué despacio, y él alzó la vista en cuanto percibió mi sombra. Su mandíbula se tensó, como siempre que yo aparecía.
—¿Vienes a matarme otra vez con la mirada? —ironizó, pero su voz estaba cansada.
No respondí de inmediato. Me crucé de brazos y lo miré fijo, hasta que bajó la guardia y apartó los ojos.
—Quiero preguntarte algo —dije, firme.
Él cerró el libro sin leer ni una página.
—Dime.
Respiré hondo.
—La carta… la que decía que tú estabas con otra esa noche. —Sus ojos se oscurecieron—. ¿Sabes quién pudo haberla escrito?
El silencio se extendió como un filo entre los dos. Mattheo frunció el ceño, y noté cómo sus dedos tamborileaban contra la tapa del libro, una señal clara de que estaba nervioso.
—Valentine… —empezó, pero lo interrumpí.
—Respóndeme. No me vengas con evasivas.
Él se pasó una mano por el cabello, frustrado.
—No lo sé con certeza. —Su tono sonaba honesto, aunque en él había un matiz de algo más… como si estuviera ocultando piezas.
Me incliné hacia adelante, clavándole la mirada.
—¿De verdad esperas que te crea? ¿Justo tú, que lo controlas todo, que siempre tienes a todos bajo tu puño? ¿Vas a decirme que no tienes idea de quién habría podido inventar semejante mentira?
Él apretó la mandíbula, y durante unos segundos no dijo nada. Sentí que la tensión entre nosotros era como una cuerda a punto de romperse.
—Si te digo lo que sospecho… —su voz bajó, ronca—, podrías odiarme todavía más.
Mi corazón se detuvo un segundo.
—Entonces dime, Mattheo. —Me incliné más cerca, casi desafiándolo—. Porque no hay nada que pueda odiar más que las mentiras.
Sus ojos me sostuvieron con una intensidad brutal, como si luchara consigo mismo.
—Creo que alguien muy cerca de mí… —empezó a decir, pero se detuvo de golpe. Tragó saliva, retrocedió en su silla y me apartó la mirada—. No importa.
Lo odié.
Odié esa manera de retener siempre la última carta bajo la manga, de dejarme con más preguntas que respuestas.
—¿Sabes qué es lo peor? —dije, con la voz temblándome de rabia—. Que ya no sé si cuando callas lo haces para protegerme… o para protegerte a ti mismo.
Él levantó la vista, y sus ojos azules tenían un brillo extraño, como si mis palabras le hubieran dolido de verdad.
—Tal vez ambas.
Me quedé helada. Porque por primera vez, sonó sincero.
Editado: 04.10.2025