Perfectos Mentirosos

capítulo 36

No había sido fácil sostener su mirada en la biblioteca. Valentine podía ser cruel cuando quería, pero lo que más me dolía era que detrás de cada palabra dura había una herida abierta que yo mismo había causado. Su hermano. La mentira de la infidelidad. Mi silencio.

Ella tenía razón: muchas veces callaba para protegerme. Y sí, tal vez también para protegerla. Porque si llegaba a saber quién había movido los hilos de toda esta farsa, no sé qué podría hacer.

Pasaron días en los que apenas hablamos, aunque nos cruzábamos constantemente en la universidad. Era como si hubiera un cristal invisible entre nosotros: podíamos vernos, sentirnos, pero no tocarnos. Y sin embargo, el recuerdo de su pregunta martillaba en mi cabeza: ¿sabes quién pudo haber inventado esa mentira?

La respuesta estaba más cerca de lo que ella imaginaba.
Y yo lo sabía.

Aquella noche me encontraba en mi habitación, sentado frente al escritorio, con los documentos de la empresa de mi familia desparramados sin sentido. No los leía. Mi mente estaba atrapada en los recuerdos de esa noche maldita. El accidente. La sangre. Y la llamada posterior, esa voz que me dijo lo que Valentine nunca debía descubrir.

“Déjame a mí. Yo me encargo de que ella piense otra cosa.”

Me levanté de golpe, tirando el vaso de whisky al suelo. El cristal se hizo trizas, pero lo ignoré. Mi respiración era pesada, mi garganta ardía.

Alguien había inventado la infidelidad. No por diversión, no por azar. Fue un plan. Una cortina de humo. Una cuartada para mí.

Y lo peor… es que funcionó.

Dos días después, Valentine me detuvo en el pasillo de la empresa. Nadie alrededor. Sus tacones resonaban como un eco cruel en el suelo de mármol.

—Necesito hablar contigo —dijo, seca.

La seguí sin objetar hasta un rincón apartado, junto a las enormes ventanas que daban a la ciudad. El sol iluminaba su cabello y por un segundo quise olvidar todo lo demás. Pero sus ojos estaban afilados como cuchillas.

—¿Vas a decirme lo que callaste el otro día? —preguntó sin rodeos.
—¿A qué te refieres?
—Sabes perfectamente a qué. —Se cruzó de brazos—. La carta. La supuesta infidelidad. Dime quién.

Suspiré, apoyándome contra la pared.
—No puedo darte un nombre.
—No puedes o no quieres.

Me ardió el estómago. Ella siempre tenía esa habilidad para desnudarme con palabras.
—Tengo sospechas. —Mi voz salió baja, grave—. Pero si digo lo que pienso, podría poner en riesgo a los dos.

Sus cejas se arquearon.
—¿A los dos?

Asentí lentamente.
—Esto no fue un simple chisme, Valentine. No alguien aburrido inventando un rumor. Fue algo más grande, calculado. Una mentira hecha para salvarme… y condenarte a ti.

Su respiración se aceleró, aunque intentó ocultarlo.
—Entonces vamos a descubrir quién fue.

Me quedé helado.
—¿Nosotros?

—Sí. —Su tono no admitía réplica—. Si crees que me voy a quedar cruzada de brazos mientras alguien manipula mi dolor, estás equivocado.

La miré fijamente. La idea de trabajar junto a ella, de tenerla cerca todos los días, era como jugar con fuego… pero un fuego del que no podía escapar.

—No sé si es buena idea —musité.
—Tampoco lo fue besarnos en ese balcón —dijo con ironía, pero sus mejillas se tiñeron apenas de rojo—. Y aún así lo hicimos.

No pude evitar que una sonrisa torcida se formara en mis labios.

—Tienes razón.

Esa noche, mientras la acompañaba hasta el estacionamiento, lo supe con certeza: Valentine y yo estábamos entrando en un terreno mucho más peligroso que cualquier pelea, más letal que cualquier secreto.

Íbamos a unirnos para descubrir la verdad.
Pero la verdad… podía destruirnos a los dos.




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