Si alguien me hubiera dicho hace semanas que terminaría trabajando con Mattheo, lo habría llamado loco. Y sin embargo ahí estaba, caminando junto a él por los pasillos de la biblioteca, como si fuéramos cómplices. No sabía si reírme de lo absurdo… o llorar por lo inevitable.
Porque una parte de mí seguía odiándolo. Odiaba lo que hizo, lo que ocultó, lo que su silencio había significado. Pero otra parte, esa que se encendía cada vez que sus ojos azules se posaban en los míos, me arrastraba sin remedio.
Maldita contradicción.
—Dijiste que tenías sospechas —le recordé en voz baja, mientras nos sentábamos en una de las mesas más alejadas—. Empieza a hablar.
Mattheo entrelazó los dedos sobre la mesa, observándome con una calma irritante.
—Lo que pasó esa noche fue demasiado conveniente. Demasiado perfecto para ser una casualidad.
—¿Conveniente para quién? —lo reté.
—Para mí —admitió con un hilo de voz.
Mis uñas se clavaron en la madera de la mesa. Lo odiaba cuando era tan brutalmente sincero, porque no sabía si debía agradecerlo o golpearlo.
—Entonces… alguien quería protegerte —concluí, aunque la palabra “proteger” me sabía a veneno.
Él asintió, bajando la mirada.
—Y al mismo tiempo, alguien quería mantenerte a ti en la oscuridad.
Pasamos horas revisando viejas fotos, conversaciones impresas, capturas de mensajes que todavía guardaba en una carpeta escondida. Alguien me había enviado esa “prueba” de la infidelidad por correo anónimo: una carta con una descripción detallada de cómo supuestamente lo habían visto con otra. En su momento me había destrozado leerla. Ahora, al repasarla con Mattheo al lado, notaba grietas que antes había pasado por alto.
—Mira esto —dije, señalando un párrafo—. Aseguran que fue en la fiesta de invierno, que llevabas un abrigo gris.
Mattheo frunció el ceño.
—Yo no tengo ningún abrigo gris. Nunca tuve uno.
Sentí un escalofrío. ¿Cómo no lo había notado antes?
—Entonces quien escribió esto nunca te vio. Solo… inventó.
Él levantó la vista hacia mí, y por un instante supe que pensaba lo mismo que yo: esa mentira había sido creada con precisión, con detalles falsos pero verosímiles.
No era un chisme. Era una construcción.
Al caer la noche, caminábamos juntos hacia el estacionamiento. La tensión entre nosotros era casi insoportable; cada silencio era más pesado que cualquier palabra.
—¿Sabes qué es lo peor? —solté de pronto, incapaz de callarlo.
—Dime.
—Que aunque descubra quién inventó todo esto… aunque logre desenmascarar a la tercera persona… eso no cambia lo que pasó con mi hermano.
Vi cómo se tensaba entero. Su mandíbula se contrajo y sus manos se cerraron en puños.
—Valentine… —empezó, pero yo lo interrumpí.
—No —dije con firmeza—. No quiero promesas. No quiero excusas. Quiero respuestas.
Lo vi dudar, como si quisiera tomarme del brazo, sacudirme, gritarme que había más de lo que yo imaginaba. Pero se contuvo.
Y en ese silencio, entendí algo: Mattheo estaba tan atrapado como yo.
Aquella noche, en mi habitación, volví a leer la carta. Una, dos, tres veces. Había algo en la caligrafía, en la forma en que usaba las palabras… como si el autor me conociera demasiado bien.
Y por primera vez, un nombre cruzó mi mente.
Un nombre que no me atreví a pronunciar.
Aún.
Editado: 04.10.2025