El silencio entre nosotros pesaba tanto que podía romperse con un suspiro. La distancia era mínima, casi inexistente, y sin embargo se sentía como un abismo imposible de cruzar.
Valentine no apartó la mirada. Y yo… yo estaba cansado de luchar contra lo inevitable.
—Dime que lo deje así —susurré de nuevo, con la garganta seca.
Pero lo que hizo fue inclinar apenas la barbilla, un gesto diminuto que para mí fue una invitación. Sentí el corazón golpearme con violencia dentro del pecho, y antes de darme cuenta, ya estaba inclinándome más.
Nuestros labios se rozaron primero como un accidente, un roce tímido, casi torpe. No hubo rabia. No hubo odio. Solo un anhelo contenido que estalló con el contacto.
Valentine soltó un suspiro, uno que me atravesó entero. Ese sonido fue lo que me quebró. La besé de verdad, despacio, como si tuviera miedo de que desapareciera entre mis brazos. Ella respondió, primero insegura, luego con esa necesidad que yo había sentido desde el primer día en que la vi de nuevo.
Mis dedos encontraron el costado de su rostro, acariciando la línea de su mandíbula, y noté cómo se estremecía. Ella apoyó una mano en mi pecho, no para alejarme, sino para sostenerse, como si el beso le robara la fuerza.
No era un beso de guerra, era un beso de rendición. De confesión muda. Era lo que ninguno de los dos había querido admitir: que, pese al dolor, pese a la sangre, pese a las mentiras, todavía nos necesitábamos.
Su boca sabía a contradicciones, a rabia contenida, a noches en vela, pero sobre todo a ese anhelo que ninguno de los dos podía esconder.
Cuando me aparté apenas unos milímetros, nuestras respiraciones se mezclaron, rápidas, desordenadas. Nuestros labios aún rozándose, como si no pudiéramos aceptar la idea de romper del todo el contacto.
—No puedo… —murmuré, casi suplicando.
—Yo tampoco… —me interrumpió Valentine, con voz rota, sus ojos brillando de una forma que me desarmó.
Y lo supe: lo que había entre nosotros no se iba a extinguir con odio ni con distancia. Nos iba a consumir.
Editado: 04.10.2025