Estaba lista para abordar el tren hacia la capital.
Mi boda sería allí en unos días.
El silbido del tren cortó la niebla como una promesa rota.
El andén de Caer Lysia olía a carbón húmedo y a flores marchitas; los vendedores voceaban las últimas partidas de la tarde mientras las ruedas del vagón chirriaban contra los rieles. Intenté recordar cómo se respiraba sin que doliera.
No era miedo.
Era otra cosa.
Los nervios me mantenían con el corazón acelerado; aún me costaba creer que en pocos días me convertiría en reina de Eiradorn. Mi matrimonio sería uno de los pocos en los que ambos estábamos enamorados… o al menos eso me repetía.
Mi prometido era todo lo que se espera de un futuro rey: atento, guapo, amable, el hombre con el que cualquier mujer soñaría. Y sin embargo, había una sombra de duda en mí.
¿Ser amada y amar eran realmente lo mismo?
Mi doncella interrumpió mis pensamientos:
—Lady Aeryn de Lys —dijo, sujetando la sombrilla que el viento se empeñaba en arrancarme—. Si no sube ahora, el tren partirá sin usted.
Suspiré.
El humo se mezclaba con el aroma del perfume que mi madre había rociado sobre mi cuello esa mañana. Subí al vagón con paso seguro, tratando de que el temblor en mis manos pasara inadvertido.
Encontré mi número enseguida: 26.
El pasillo era estrecho, decorado con lámparas doradas y cortinas color vino. Cada compartimiento parecía una pequeña habitación; un lujo necesario para un viaje de cinco horas.
Abrí la puerta corrediza y entré.
El interior era cálido, con una cama amplia y tapizada en terciopelo, una mesa con flores frescas y un espejo ovalado que reflejaba la luz del atardecer. De no ser por los nervios, habría dicho que todo era perfecto.
Mi prometido, no me está acompañando,ya que se adelantó allá,por unos trtados de paz con el rey enemigo.
Se dice que es hombre cruel y despiadado, y aqui en el reino no se habla de él,ni quiera sabemos su aspecto,ni su nombre, son reglas claras del reino,que por alguna razón nadie puede saber nada de los enemigos del reino,excepto los reyes, asi que si mi prometido si lo conoce,yo aun no.
Me senté junto a la ventana, mirando el vapor escapar entre los rieles.
El tren se sacudió levemente al ponerse en marcha, y entonces, la puerta se abrió detrás de mí.
—Disculpe, señorita —dijo una voz masculina, grave y áspera, tan firme que me erizó la piel—, pero esta es mi habitación.
Me giré.
Y lo vi.
Un hombre de unos treinta y tantos, alto, con hombros anchos y un porte que imponía. Llevaba un abrigo oscuro que apenas disimulaba la fuerza bajo la tela. El cabello negro como la medianoche, la barba perfectamente delineada, y unos ojos azul rey tan intensos que parecían un desafío.
Por un instante olvidé cómo hablar.
Sentí un leve hormigueo en el vientre, una reacción absurda ante la presencia de un desconocido.
—Debe haber un error —atiné a decir, sosteniendo mi boleto—. El número es el veintiséis.
Él alzó una ceja.
Su boca dibujó una curva apenas perceptible, una sonrisa que no era del todo amable.
—Curioso… —murmuró, mostrándome su propio boleto—. El mío también.
Durante un momento, el tren pareció quedarse en silencio.
Solo su respiración y la mía llenaban el espacio, y el aire se volvió denso, casi tangible.
Un error, pensé.
Pero había algo en su mirada que me hizo sentir que el destino acababa de jugar su primera carta.
El desconocido permaneció de pie frente a mí.
La luz del pasillo se filtraba por la rendija de la puerta y caía justo sobre su rostro, resaltando los tonos azul oscuro de sus ojos.
—Parece que el destino tiene sentido del humor —dijo con voz grave, esa que se desliza por la piel como una caricia—.
—O que la administración de este tren es un desastre —respondí, intentando que mi tono sonara firme.
Él soltó una risa breve, más un soplo que una carcajada.
—Si lo desea, puedo pedir otra cabina.
—No, por favor —me apresuré a decir. ¿Por qué? Ni yo lo sabía.
—No quisiera causarle incomodidad —añadió, con una cortesía que sonaba auténtica.
—Y tampoco quiero ser la razón de que alguien viaje de pie durante cinco horas —repuse, forzando una sonrisa.
Un silencio se extendió, apenas roto por el traqueteo del tren.
Él se inclinó ligeramente, apoyando una mano en el marco de la puerta.
—Entonces compartiremos, si no le molesta. Prometo no ocupar más espacio del necesario.
Su proximidad hizo que el aire se volviera más cálido.
Podía sentir el olor de su abrigo, a madera y algo metálico, como hierro bajo la lluvia.
Mi respiración se volvió superficial sin que pudiera evitarlo.
—Está bien —murmuré—. Mientras mantenga su parte del trato.
—¿Y cuál sería esa parte? —preguntó él, acercándose apenas un poco más.
—No hablarme… demasiado.
Una sonrisa fugaz cruzó su rostro.
—Difícil promesa. No soy bueno guardando silencio cuando algo me intriga.
Su mirada descendió un segundo hacia mis manos, que jugueteaban con el pasaje.
El contacto visual que siguió fue tan directo que tuve que apartar la vista.
Mi corazón golpeaba contra las costillas.
—¿Cómo debería llamarla, señorita? —preguntó.
—Aeryn —contesté sin pensar.
—Aeryn —repitió, despacio, saboreando cada sílaba.
Su voz hizo que mi nombre sonara distinto, casi prohibido.
Me obligué a sonreír.
—Y usted, ¿tiene nombre?
—Muchos. Pero ninguno que merezca ser dicho en un tren lleno de desconocidos.
Sus palabras quedaron suspendidas entre nosotros, tan ambiguas como su sonrisa.
La vibración del tren acompañaba el ritmo errático de mi pulso, y cuando nuestras miradas volvieron a cruzarse, sentí algo nuevo: una inquietud dulce, peligrosa, que no tenía nada que ver con el miedo.