— Nadie te reconocerá así, ni mucho menos imaginará que eres una periodista encubierta —dice Marta, inclinándose hacia mí con una brocha en la mano.
Traza una línea verde a lo largo de mi mejilla. En el espejo veo a una auténtica bruja, no a mí. Labios negros, sombrero puntiagudo y un tono profundo de esmeralda sobre la piel. Solo quiero hacer unas fotos para el artículo sobre Halloween y después huir a casa, con mi gato y mi serie. Pero esta es una fiesta privada, y he tenido que disfrazarme de bruja. Meto un mechón rubio bajo el sombrero.
— Marta, solo he venido a sacar unas fotos a escondidas del cantante Grechko.
— Y de paso te divertirás. Una cosa no quita la otra, y con ese disfraz encajarás perfectamente en la fiesta.
— ¿Divertirme? —me río—. ¿En este restaurante, donde la mitad van disfrazados de zombis?
— ¡Exactamente! —Marta mueve sus orejitas triangulares. Hoy va de mujer gato: traje de cuero negro, cola y orejas a juego—. Deja que la noche te sorprenda.
Vamos camino a la fiesta de disfraces, y yo ya sueño con que termine cuanto antes. En el gran salón huele a calabaza, cera y manzanas. Todo brilla bajo una luz anaranjada y suave. Cientos de faroles tallados sonríen con bocas torcidas; del techo cuelgan arañas y murciélagos de decoración. En el escenario, el presentador, vestido de vampiro, anuncia algo por el micrófono, y parece que la fiesta está en su punto álgido.
Observo a la multitud a través del objetivo del teléfono, buscando un rostro conocido. Un hombre con disfraz de pirata está sentado en una mesa, bebiendo un líquido marrón de su vaso. El cantante Grechko —mi objetivo de la noche—. Me acerco, toco la pantalla y tomo las primeras fotos. Me siento como una cazadora con escopeta. Pero entonces veo quién está sentado junto a él y el corazón se me cae al estómago. ¡Orest! Su nombre irrumpe en mi memoria como un fogonazo. Recuerdo sus besos, sus caricias y la peor cita de mi vida, después de la cual juré no volver a cruzarme con él. ¡Nunca! Pero ahora está aquí, conmigo, en el mismo lugar, rodeado de un centenar de testigos y calabazas que me observan con sus ojos vacíos. Me escondo detrás de una columna.
— ¿Todo bien? —Marta entrecierra los ojos con desconfianza—. ¿Por qué estás ahí parada como una estatua?
— Allí —señalo con el dedo tembloroso hacia los hombres—, junto a Grechko está Orest.
Marta se lleva la mano a la boca.
— ¿Ese Orest?
— El mismo. Tengo que irme. Si me reconoce, querrá vengarse por lo que hice.
— Escúchame bien —dice Marta, apretando mi mano—, no te reconocerá. Tienes una paleta entera de tonos pantanosos en la cara.
Respiro hondo. Tal vez tenga razón. ¿Cuánto ha pasado? ¿Dos años? Difícilmente Orest recuerde a todas las chicas con las que ha besado. Pero lo que le hice... eso no se olvida tan fácil. Él no ha cambiado nada. Está sentado con Grechko, disfrazado de fantasma. Aunque llamarlo disfraz es mucho decir. Parece que simplemente agujereó una sábana, le dibujó ojos y boca, y se la echó encima. Hago unas cuantas fotos más, esperando pasar desapercibida.
La música se apaga y el presentador anuncia:
— ¡Ha llegado el momento de la profecía de la calabaza! Es un antiguo ritual. Quien encuentre el papel dentro de la calabaza recibirá una predicción del destino... ¡y un premio!
El público estalla en aplausos. Yo me aparto hacia la pared; que busquen ellos, no me interesa. En mi cabeza resuena una risa siniestra, como la de una bruja de verdad. El destino, parece, ha decidido burlarse de mí: el presentador me señala.
— ¡Eh, brujita del teléfono! Ven aquí, estoy seguro de que tendrás suerte y encontrarás tu profecía.
— Oh, no, no —agito las manos—. Solo estoy de espectadora, no participo.
No quiero llamar la atención, pero el presentador no cede:
— ¡Tu disfraz es estupendo! No lo escondas detrás de una columna. ¡Ven!
Me toma del brazo y prácticamente me arrastra hasta la mesa llena de calabazas. Dejo de resistirme, comprendiendo que oponerse solo empeorará las cosas. Suena la música y los participantes, en busca de las notas escondidas, empiezan a hurgar dentro de las calabazas. Me inclino con cuidado hacia una, extiendo la mano... y justo en ese momento alguien toca la misma calabaza desde el otro lado. Unos dedos cálidos y firmes rozan mi piel. Levanto la mirada y me quedo paralizada. Orest. Mis ojos se agrandan, esperando que no me reconozca. Estoy segura de que, después de lo que le hice, querrá vengarse.
Nuestros dedos se encuentran sobre la superficie áspera de la calabaza y, de repente, todo se inunda de una luz cegadora. Mi mano empieza a picar, pero al instante dejo de sentirlo. Quiero apartarla, pero no puedo. Intentamos separar nuestras palmas, sin éxito. La piel parece haberse fundido. Mi mano derecha está pegada a la de Orest, como si un pegamento invisible nos hubiera soldado.
¡Hola a todos! ¡Me alegra verlos aquí!
Este es un breve relato romántico escrito especialmente para Halloween.
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Con cariño,
Avrelka