Empezamos por la más cercana. Es pequeña, con corazones tallados en lugar de ojos. La tocamos al mismo tiempo, pero no pasa nada. Vamos a la siguiente. Está junto a la columna, con una sonrisa torcida. Tampoco ocurre nada. No puedo evitar quejarme:
—¿Y si hay que decir alguna frase? Algo como “devuélvelo todo atrás” o “poder de la calabaza, sepáranos”.
—Si eso ayuda, hasta canto el himno —dice Orest, acercándose a una tercera calabaza. Dentro encuentra una nota: “Quien diga la verdad, romperá las ataduras.” Frunzo el ceño.
—¿Qué tontería es esa?
Marta nos encuentra junto a la barra, agitando un trozo de papel como si fuera un trofeo.
—¡Encontré al presentador! —exclama, entregándome la nota—. Bueno, no a él exactamente, pero sí su dirección. Le dijo al DJ que después del evento se iba a otro, en el invernadero viejo, junto al lago.
—¿Un invernadero? —repito—. ¿Qué es eso, una nueva fiesta con cactus?
—No —Marta coloca la nota en mi mano libre—. Están grabando un programa de Halloween allí esta noche. Parece que solo cambió de lugar.
Orest toma el papel y lee la dirección.
—Está fuera de la ciudad, a unos veinte minutos. Si nos apuramos, llegamos antes de que termine el show.
—Si nos apuramos —repito, mirando nuestras manos entrelazadas.
Salimos a la calle. Orest presiona un botón y las luces de un coche negro se encienden. Trepo por el asiento del conductor hasta el del copiloto, porque su mano derecha sigue pegada a la mía. Parecemos dos acróbatas tratando de encontrar una posición medianamente cómoda. Me quejo:
—Me siento como parte de un torpe juego de construcción para adultos.
—¿Quieres que te compre un café cuando todo esto acabe? —dice Orest con una sonrisa tan encantadora que me desconcierta. Veo los hoyuelos que se le forman en las mejillas, y eso me perturba. Bajo la mirada.
—Si después de esto aún puedo sostener algo…
Orest enciende el motor y seguimos la dirección escrita en el papel arrugado. En una curva, el coche derrapa un poco. Orest reacciona con rapidez, pero yo, unida a él, tiro la mano en dirección contraria.
—¿Qué haces? —sus ojos se agrandan, claramente asustado.
—¡Solo intentaba ayudar!
—¡Casi nos ayudas a caer a la cuneta!
Siento que este viaje no lo olvidaré jamás. Los faros recortan un estrecho corredor de luz entre la oscuridad. Vamos en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos, hasta que Orest rompe la calma:
—“Quien diga la verdad, romperá las ataduras.” —su voz suena grave, tranquila, pero con un matiz inquietante—. La nota lo decía. El presentador también habló de quitarse las máscaras. Quizá tengamos que decirnos la verdad.
Trago el nudo amargo que se me forma en el pecho. No pienso confesar nada. Me da miedo que Orest reaccione con furia. Me encojo de hombros:
—Bueno… quizá sea una metáfora.
—O una insinuación de que seguimos mintiendo.
Lanza una mirada fugaz hacia mí, y siento cómo un fuego invisible me recorre la piel. Nuestras manos unidas descansan entre los asientos, como prueba de que ninguno puede escapar. Me siento como un ave atrapada en una jaula. Él frunce el ceño:
—Tal vez ha llegado el momento de decir la verdad, ¿Anna?
—¿Quién es Anna? —pregunto sin pensar.
Los labios de Orest se tensan ligeramente. No es una sonrisa, sino algo parecido a una amarga satisfacción.
—Por lo visto, ese es tu nombre para esta noche, Olya —sus palabras me queman por dentro.
Solo entonces me doy cuenta de que he metido la pata. Había olvidado por completo que le dije que me llamaba Anna. Me muerdo los labios, buscando una excusa mentalmente. Orest mantiene la vista fija en la carretera y suelta una breve risa sin alegría:
—Te reconocí en cuanto te vi, Olya. Aunque te hayas maquillado, tu forma de moverte, tu voz, tus gestos… siguen siendo los mismos. Aún recuerdo a la chica que huyó de nuestra cita vistiendo mi ropa.
El aire me falta; respiro entrecortadamente. Trato de justificarme:
—No entiendes nada. Lo que pasó entonces fue un malentendido.
—Pensé que no volvería a verte, pero parece que el destino decidió otra cosa.
—Y yo creí que todo había quedado atrás. Y ahora… estoy literalmente pegada al pasado —sacudo nuestras manos unidas.
—Al menos ahora no podrás escapar —dice él con una sonrisa cargada de significado—. Y parece que me debes algo.