Periodista encubierta

5

Como buscando refugio, miro por la ventanilla. A lo lejos se distinguen las siluetas de un viejo invernadero. La luz parpadea en su interior, como si nos invitara a entrar. Aprovecho el momento para cambiar de tema:

—¡Parece que hemos llegado!

El edificio es enorme, antiguo, abandonado. En sus ventanas titilan luces anaranjadas y, frente a nosotros, un cartel descascarado anuncia: “Invernadero Floral. Prohibido el paso.” La luz dentro palpita, como si alguien respirara a través de ella. Orest detiene el coche y se vuelve hacia mí.

—Bueno, periodista, ¿lista para continuar la historia?
—Si esto es una entrevista con el más allá, sacaré la grabadora —sonrío con rigidez, mientras el miedo empieza a filtrarse por mis venas.

Salimos del coche y avanzamos hacia el invernadero. El aire huele a hojas húmedas, a cera, y a algo viejo, como el polvo de los sueños. La luz parpadea: primero roja, luego verde, después se apaga por completo durante unos segundos. Instintivamente aprieto la mano de Orest. Él me atrae hacia sí, no tanto por ternura, sino por miedo a perder el rumbo. El lugar es escalofriante.

—¿Estás segura de que esto es una fiesta? —susurro.
—¿Qué esperabas? ¿Un pícnic en un invernadero a medianoche?

Una música tenue suena desde un gramófono. Una canción de los años sesenta, un poco áspera, como si alguien la hiciera sonar desde el otro mundo. Entre las plantas y las macetas rotas hay gente disfrazada que conversa. Me parecen esqueletos, fantasmas, brujas. Se mueven con lentitud, casi flotando, como si estuvieran bajo el agua. Sus rostros son demasiado reales: piel, costuras, ojos de vidrio que parpadean. Me pego al hombro de Orest, como si él pudiera protegerme de lo que fuera aquello.

—Creo que se han tomado el maquillaje demasiado en serio.
—Sí —asiente Orest—. Ese tipo parece que de verdad perdió media mandíbula.

Intentamos cruzar entre la multitud. Algunos ríen, otros bailan, pero la risa suena extraña, fragmentada, como si escapara por una grieta. Oigo un rugido ronco. Giro la cabeza y algo se abalanza sobre mí. Dedos huesudos me sujetan los hombros y me tiran al suelo. Un rostro con la boca rasgada y los ojos blancos como la leche se acerca a mí.

Grito. Siento su aliento frío y el hedor de la podredumbre. Abre la boca, inclinándose hacia mi cara. El corazón me late con violencia; la adrenalina me quema las venas. Orest me tira hacia un lado, hasta donde la mano pegada nos lo permite. Patea al zombi en el pecho; la criatura cae, pero enseguida se reincorpora.

—¡Eso no es un actor! —exclamo, poniéndome en pie y buscando desesperadamente una salida.
—¡Yo tampoco lo creo! —dice Orest, cerrando el puño.

La música se detiene. Todos quedan inmóviles. De entre el gentío surge el presentador, el mismo al que buscábamos, vestido de vampiro. Su voz resuena en el invernadero, tranquila, casi solemne:

—No es muy prudente presentarse ante los zombis, ¿sabéis? La mayoría contenemos nuestros instintos, pero vuestra aparición… ha sido toda una provocación.
—Esto no es real —Orest resopla—. Solo venimos por un disolvente. Después de vuestro pegamento en la calabaza no conseguimos separar las manos.
—No es pegamento. ¿De verdad aún no lo entendéis?

Intercambiamos una mirada. El presentador continúa:

—Esta noche es Halloween, el único día en que podemos caminar libremente entre los humanos. Todos los que veis aquí son reales; esto no es una fiesta de disfraces. El asunto no está en la calabaza, sino en la magia de esta noche. Si queréis separaros, debéis abrir vuestros corazones el uno al otro.
—He aquí la tercera calabaza —añade, señalando una sobre la mesa—. Ella os ayudará.

Nos acercamos y la tocamos. Un destello cegador nos envuelve.

De pronto estamos en una cafetería, bañados por la luz tibia de las lámparas. El aire huele a café y a naranjas. Reconozco el lugar al instante. Es aquel día, aquella cita, aquella mesa junto a la ventana.



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En el texto hay: amor, paranormal, helloween

Editado: 28.10.2025

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