Permanece a mi lado

Permanece a mi lado

 

Ragley House, Warwickshire. 1873.

 

—La mañana está en calma, sin rumores; en calma, como para ofrecerse a un dolor más tranqui-

No terminó de recitar el poema. Victoria se alejó de él, de sus caricias y de su voz, para vomitar al lado contrario de la cama. Al mirar lo que había hecho, ella no pudo estar más asustada —Él también lo estaba, ¡era sangre, Dios mío!— y empezó a sollozar violentamente.

—¡Dios Santo, me estoy muriendo!

Albert volvió a acercarse a ella. No le importó manchar el saco regalado por sus padres y ni se preocupó por apartar el preciado libro de poemas en su regazo. Él solo se acercó a Victoria, la atrajo suavemente hacia él y empezó a acariciar sus cabellos.

—Victoria —le susurró con dulzura—, estás aquí, conmigo. Estás viva.

Pero ella negaba violentamente, aún histérica. No se alejó esta vez, pues agarraba los brazos de Albert con gran fuerza, fuerza que ni él mismo sabía de donde había aparecido. Aquella fuerza estaba acompañada de temblores.

—No me dejes, Al. Por favor, no me dejes.

—No lo haré.

Ella siguió sollozando, mientras murmuraba “No me dejes”. Y Albert no se alejó. La abrazó con más cariño, con más amor. No le importó estar cerca de ella, a pesar de las advertencias de los doctores. Acercó su rostro y besó su frente. Sintió calor en ella: estaba ardiendo.

—Vicky, debo llamar al doctor.

—No, no. Por favor —suplicó, acercándose más a Albert.

—Estás empeorando —trató de razonar, pero ella negó de inmediato.

—Tengo tanto frío —susurró.

Albert solo siguió acariciando a su amada. Tomó la manta en la cama, la única que no se había ensuciado con el vómito de Victoria, y la arropó con ella. Mientras lo hacía, no pudo evitar observar su rostro con mayor detenimiento.

Victoria parecía estar en un estado de delirio. Miraba un punto fijo en la habitación. Aquellos ojos que alguna vez estuvieron llenos de vida y diversión ahora solo mostraban un azul triste como presagio. Su cabello alguna vez rubio ahora estaba opaco y con algunos mechones grises, símbolo del estrés y dolor que tenía por la enfermedad. Su rostro, su inmaculado rostro, ya no mostraba la suavidad de juventud; tenía cicatrices causadas por ella misma, por la desesperación de querer borrar el sarpullido en todo su cuerpo.

“Fiebre tifoidea”, habían dicho los doctores. No fue el primer diagnóstico que dieron; mencionaron muchos otros. Tal vez esa demora hizo que Victoria empeorara. Aún no se sabía cómo se había contagiado. Ella nunca salía sola, siempre acompañada de su hermano George, de sus primos o, por defecto, de él. 

Tampoco tenía sentido que Victoria fuera la única enferma del hogar. Cuando le mencionó esto a George, él le dijo que tal vez sí había una razón. “Las mujeres de la familia Seymour tienen una complexión débil”, le dijo, “cuatro tías mías han fallecido a edades jóvenes”. Sin embargo, para Albert eso no lo justificaba.

Desde que conoció a Victoria, siempre la había visto como una joven entusiasta, vivaz. Fue por eso que se enamoró de inmediato. Él, que tenía una vida planeada por su padre y por su abuelo, encontró un refugio en Victoria. Él, que había sufrido la pérdida de una hermana el año pasado, ahora sentía que podía volver a sonreír gracias a la alegría que Victoria transmitía.

Sin embargo, en ese momento, junto a su amada la cual sentía que perdería ese día, no pudo dejar de pensar que nunca más volvería a sonreír. Sus padres dejaron de hacerlo después de perder a su hija favorita. Sus hermanas menores dejaron de hacerlo después de perder a su ejemplo a seguir. La muerte de Eugenia trajo oscuridad al hogar, a pesar de que también había traído un nuevo miembro a la familia.

Y Albert trató de seguir adelante, firme ante la sociedad, la tapadera de su familia. Si alguien preguntaba por su padre, él solo debía dar una excusa y los dejarían en paz. Él podía soportar tener una vida así. Pero, después de conocer a Victoria, ya no podía imaginar no tener a su amada con él.

Tal vez debe ser así”, pensó por un minúsculo momento. “Tal vez, las Victorias y los Alberts no están destinados.”

—Al, tengo mucho frío —susurró Victoria.

Albert la abrazó más. Era lo único que podía hacer. Si se iba de la habitación, Victoria se alteraría y volvería a llorar. Miró el reloj en la mesita de noche, se lo había regalado a Victoria meses antes, como uno de los muchos regalos de compromiso. Ya serían las cuatro de la tarde y, por ende, alguien vendría a retirarlo de la habitación. Siempre lo hacían; por precaución a que también se contagiara.

—Al —insistió ella.

—Estoy aquí.

—Me estoy muriendo —le dijo, no con histeria ni grito. Fue tranquilo, como simple resignación. Eso hizo que Albert se congelara—. No debes responder, sé que me está pasando.

Las lágrimas volvieron a caer por su bello rostro. Miraba con grandes ojos azules a Albert. Había tanta tristeza en ellos.

—Tengo tanto miedo, Al —susurró.




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