—Señorita... ahora.
La voz de la criada es urgente, pero cómplice.
La joven sonríe y, después de cubrirse con la capucha, asiente para darse ánimos y abre la puerta. Baja las escaleras corriendo. Su corazón la adelanta. Galopa sin descanso mientras sus manos se enfrían de los nervios. Es la primera vez que van a verse, la única posible.
Es de noche. Se escucha el ulular de las aves nocturnas. El cielo está despejado y hay una preciosa luna llena. El encuentro será en el ala oeste del castillo, cuando la guardia cambie de turno. Tendrán entonces media hora para hacer lo que quieran, lo que puedan, lo que deban. No es mucho tiempo, lo saben… pero es eso o un infeliz jamás.
Se han estado escribiendo cartas desde hace seis meses. Ella fue la primera en arriesgarse. Le envió una nota cortísima y anónima que rezaba:
Mi corazón late deprisa cuando te veo,
Y ¡cómo quisiera que tus ojos también me miraran!
Luego fue una segunda misiva… y una tercera. Al ver ella que se mostraba más atento —con ojos vivos en los jardines, en la sala de banquetes y en los pasillos, como buscándola—, continuó azuzando el fuego de su curiosidad. Las notas comenzaron a aparecer aquí y allá y él persistió en averiguar quién era el destinatario. Lo consideró un muy agradable desafío. De muchas maneras trató de ponerse en contacto con su dama misteriosa, como la nombró.
Contó a sus más íntimos amigos para que sirvieran de ojos y oídos. Dejó sus respuestas en los mismos lugares en los que recibía los escritos. Mas durante casi un mes no recibió respuesta. Durante casi un mes no pudo evitar pensarla, darle rostro y voz. Por sobre todo, no pudo evitar comenzar a sentir cosas por ella, aunque nunca la había visto.
Sus palabras sedosas fueron fuego en su pecho. Pasó noches enteras sujetando aquellos trozos de papel, leyéndolos una y otra vez. Oliéndolos, estudiándolos como si en ello se le fuese la vida. Casi un mes de locura, y necesidad, y deseo, y algo más que no se atrevió a nombrar. Así hasta que llegó el día en que la vio… Fue por accidente, de hecho. Ella no tenía intenciones de hacerle saber quién era. Fueron sus ojos los que la delataron.
Los ojos de los enamorados nada saben esconder, nada quieren ocultar.
Ella entró con sus amigas a las caballerizas. Reían y conversaban sobre trivialidades. Y allí estaba él, ensillando su caballo favorito. Al verlo, a causa de los nervios, sintió deseos de dar media vuelta y marcharse. Sin embargo, el protocolo se lo impidió; debía dar una apropiada atención a la visita.
Aun así, no pudo evitar observarlo. Su piel bronceada, y brillante a causa del sudor, se le hizo irresistible. Lo viril en su musculatura al cinchar al animal, su concentración al trabajar, el tarareo de una melodía que ella no conocía, la melancolía sincera de sus ojos y la leve sonrisa en sus labios la cautivaron. La hicieron dejar de lado lo que antes parecía importante.
De repente, el lugar se tornó silencioso. Sus amigas callaron, los animales enmudecieron, el mundo pareció detenerse. Solo porque él giró la cabeza y la miró. Quedó paralizada. No supo qué hacer ni a dónde ir. No había sitio al cual huir cuando el único camino posible parecía ser él. Él y su penetrante mirada, que revelaba saberlo todo acerca de ella y su plan. Palideció y se ruborizó a un tiempo cuando él se acercó con su montura. «También mi corazón late apresurado», le confesó en un susurro grave antes de ayudarla a montar.
Cinco palabras. Eso bastó para que su vida cambiara.
Y hoy es el día más decisivo de sus diecisiete años. Jadeante de tanto correr, descubre su silueta a pocos pasos. Hace otra carrera hasta él. Los ojos de ambos brillan. Expresan tanto que no hay necesidad de hablar. Y no lo hacen… no de inmediato. Él la toma entre sus brazos, en un abrir y cerrar de ojos la tiene contra su pecho. Una mano entre sus cabellos recogidos, la otra en su espalda baja. Sus labios arropan los de ella. Sus respiraciones se funden en la única guerra que a nadie le interesa perder o ganar. Sus latidos al fin laten al unísono. Desenfrenados, irreverentes, sin sentido, pero juntos.
—No tengo lujos para darte y a ellos no volverás a verlos nunca más, ¿estás segura de esto?
—Tú… tú eres mi lujo, y si estás conmigo estoy dispuesta a esto… y a todo.
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